© EL BILLETE
Cuando estaba abriendo el acordeón, sintió pereza; sin embargo, depositó el sombrero en el suelo. De manera mecánica miró a su alrededor y se maldijo por haberse dormido esa mañana. Todas las mejores esquinas estaban ocupadas pero en la que él se encontraba, la corriente de transeúntes era mucho menor que en aquellas. Se resignó, no sin antes haber sentido envidia.
Desplegó el instrumento y de su interior surgió una melodía porteña que le devolvió a lejanas tardes de triunfo; se dejó llevar por ella compartiendo el vuelo de sus notas con otros sonidos. En las esquinas cercanas, afloraban notas de Vivaldi, polkas centroeuropeas o flautas del Altiplano. Estaba tan absorto en su música, que no se dio cuenta del planeo real de un billete de cincuenta euros, que vino a aterrizar dentro del sombrero para su sorpresa. Tanto, que detuvo el tango en seco para buscar la mano benefactora pero no vio a nadie a su alrededor, retomando su entera atención hacia un billete ajado y arrugado. Lo atrapó como hacen los halcones con sus presas; se lo guardó en el bolsillo, estrujándolo con fuerza.
Era el pretexto que estaba buscando. Cerró el acordeón y recogió el sombrero, calándoselo. Se echó a la espalda el bulto y tiró por la calle en la que estaba, con destino a Casa Félix. La sed le llamaba con la urgencia que sufren los bebedores.
Abrió la puerta del tugurio; le recibió un ambiente emponzoñado compuesto de humo viejo, grasas volatilizadas, sudor agrio y alientos de vinazo, que marcaban, de manera tangible, una frontera con derecho de admisión; aunque a él no le hicieran falta ya los carteles, necesitó unos segundos de adaptación a esa atmósfera. Vio a Félix en la barra, recortando la densa neblina del tabaco, como una aparición siniestra, con las manos siempre mojadas por el continuo “fregote” de los vasos y la colilla de una faria soldada en la mueca burlona de viejo vividor. La clientela, la de siempre: fauna de los desechos de tienta. Borrachos de ojos tristes; solitarios con periódico sin leer; conserjes de ministerios de fracasos varios; chulos con patillas y gumía en bocamanga; peleadores de luchas imposibles. Parecían toda una constelación esperando un agujero negro por el que perderse.
El tasquero le trajo, como de costumbre, una jarra de vino, unas sardinas fritas de lata, olivas negras y pan. El músico le pagó con un billete mustio y guarro; el tasquero se cobró de paso deudas pendientes. Cuando a la segunda jarra, el contorno de Félix empezó a oscilar con perspectiva beoda, salió a la noche y una sombra, con una enorme joroba, se tropezó con sus pasos.
En el local, Félix desalojó a los últimos clientes con malos modos. Echó un rápido vistazo a un reloj de pared y con prisa, puso la reja en la puerta.
Caminó como si le siguieran, de manera que llegó enseguida a una calle oscura, donde un portalón se distinguía por una farola mortecina. Subió las escaleras como un gato. Llamó a una puerta y una mujer en bata le abrió, dibujando en sus ojos una señal de bienvenida zalamera. Todavía era bella pero los signos del tiempo empezaban a pasar factura a pesar del maquillaje y al hombre, el abrazo, no le hizo más que acelerar el ardor que traía.
En la frialdad del acto sexual se vació con espasmos de agonía y la mujer le acunó como a un niño desvalido. Le dejó quedarse a dormir aún cuando el valor de un billete arrugado y viejo no lo mereciera pero le tenía cierto aprecio. A la mañana siguiente, Félix se marchó, menos tenso, camino de su cloaca.
La puta se quedó en la cama un rato más, aunque un timbre no permitió que fuera largo. Era la mujer que venía a limpiar cada día los restos de sus encuentros. Como siempre, se saludaron sin mirarse apenas. Debían de ser casi de la misma edad y sin embargo los años no les hacían la misma justicia, siendo la recién llegada una mujer enjuta y arrugada, con la precisa impronta del trabajo a destajo en los surcos profundos de su rostro. Se sabía que su marido la abandonó por una bailarina de circo, con la hipoteca añadida de sus tres hijos pequeños; desde entonces cualquier manera honrada de ganarse la vida fue para ella su único anhelo.
Terminada su labor, se acercó a la “rabiza” para decirle que mañana no podría venir por asuntos familiares. Sin poner pegas, ésta le pagó lo convenido más un billete muy usado, de propina, por el día que no vendría. Como una sierva agradecida, la mandadera se despidió y bajó la escalera apretando los billetes en su mano.
Conforme se fue acercando a su casa, a la mujer le vinieron cuentas a la mente y los cálculos no le debieron cuadrar porque se le ensombreció la cara pensado en su hijo mayor. Mañana tenía que ir con él al colegio puesto que había recibido una citación y no tenía la menor idea sobre el motivo. Su hijo Nacho estaba en muy mala edad y las amistades que frecuentaba no eran de su agrado, ¿qué podía entonces hacer ella, si pasaba todo el día trabajando?
El chaval y su madre acudieron al colegio. El director les espetó sin rodeos que iban a expulsarle por gamberro; al parecer el chico había quemado varias papeleras lo que obligó a llamar a los bomberos porque el fuego se extendió al cuarto del archivo que afortunadamente no llegó a arder.
Después de muchos ruegos y promesas, la madre consiguió que la expulsión quedase en un castigo. Pero la próxima vez, no habría más indultos, tronó el director al terminar la entrevista Sin embargo, el mozo no pareció muy arrepentido cuando ella le afeó su conducta y con la sonrisa que sólo conocen los granujas, le pidió dinero, recibiendo sorprendentemente un billete viejo y deslucido, que sin mirar, la pobre mujer sacó del monedero.
Nacho llegó a los Recreativos, después de dejar a su madre llorando, encontrándose con los “coleguillas” que le esperaban. Lo primero que hizo fue localizar al encargado, al que atisbó entre la marabunta que abigarraba el local, en el que máquinas de todo tipo brillaban como altares luminosos donde los jóvenes ruidosos se inmolaban bebiendo cerveza.
Llegó a la altura del hombretón, al que llamó efusivamente Gordo y le dio el billete para que se lo cambiara por monedas. El Gordo lo remiró con recelo a la vista del aspecto y lo desdobló para comprobar su valor. Dándolo por bueno se lo guardó en la bolsa riñonera, canjeándolo por las monedas oportunas. Se palmearon las manos y cada uno siguió a sus cosas.
El dinero de niquel se fue evaporando al mismo ritmo que su adrenalina tocaba techo. Sin despedirse de los colegas, Nacho volvió a casa. Un leve ardor de hastío le acompañó en el trayecto.
A la hora de cerrar, Rosendo “El Gordo”, se preocupó de echar el último repaso al local, vacío ya de los inquietos juerguistas. Volvió a un cuarto cochambroso que servía de oficina y abrió una puerta en la otra pared, que daba a una galería, por la que entró aire nuevo. Se dispuso a hacer el conteo de caja y siguiendo las normas, colocó los billetes de la recaudación en dos montones, uno para los billetes aceptables, otro para los imposibles. Estos se llevarían al día siguiente al Banco de España para canjearlos por nuevos. El Banco los destruía después. Era el procedimiento que el Gordo hacía cada noche antes de guardarlos, juntos, en la caja fuerte.
Pero esa noche, quiso el azar, o quizá más bien, la costumbre por todos conocida de su rutinaria tarea, que por la puerta abierta, que daba a la galería, aparecieron dos hombres encapuchados, que antes de que “El Gordo” pudiera evitarlo, le golpearon en la cabeza con una barra, metiendo, seguidamente, todos los billetes en una bolsa, los buenos y los no tanto, escapando por donde habían venido. Cuando el encargado despertó al rato, malherido, con una brecha en la cabeza, consiguió llamar a la Policía.
Pasado el tiempo, un día cualquiera, en un bar cualquiera, sobre el platillo con la cuenta de unas consumiciones, planeó aquel billete miserable y mugriento de cincuenta euros, que más parecía haber pasado por todas las manos de los ciudadanos de la Unión Europea.
Eugenio Mateo.
Un gran relato. Disfruté mucho escuchándote. PilarA
ResponderEliminarBuen relato Eugenio. Me encanta como describes los lugares y las situaciones, pero quizá el texto ha quedado algo obsoleto por la ley antitabaco y la Play Station
ResponderEliminarRealmente, como licencia poética, paso de la ley antitabaco y todavía existen los salones de recreativos. Observador, ya eres, ya.
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