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lunes, 19 de junio de 2017

TAMBIÉN EN EL PARNASO, LAS NINFAS SON PURA FANTASIA.



Poesía eres tú, y en el borde incandescente de tu fuerza se reflejan los pinos rodenos y los riscos del monumento de la historia de una tierra que acoge a una diáspora viajera de poetas, cada uno distinto, reacios a la clonación, arrastrando el fardo liviano de una locura trepidante y pacífica; cada uno con su motivación de extender con su palabra el reclamo de atención, huérfanos de cobijo entre los propios, malditos, ridículos para los enterradores de sueños, mendigos de un destino de rimas y de risas, ignorados por los cautos y los previsibles, por los que carecen de memoria, por los  iluminados en su atalaya de endogamia.

Son poetas que vienen del calor para meterse de lleno en la caldera de las obsesiones, mucho más calurosa que los caprichos del tiempo (avisador de futuras catástrofes), inmunes a los aspavientos del sudor, ajenos a las reglas del común para decir en alto que, sin saber muy bien lo que defienden, se defienden con flechazos de rimas o de verso libre, que la palabra siempre lo fue hasta para los que ignoran el ritmo esencial en el poema.

Si todos tienen voz, algunos la siembran en su  huerto esperando que la sequía no  malogre la cosecha propia. Pensar en voz alta supone un compromiso aunque siempre hubo quien se refugió en la amapola para ponerse límites, incluso en el temor a que se olvide su naufragio en mares que no cubren ni siquiera las rodillas. El poeta tiene las ingles mojadas, no de deseo, sino de supervivencia en las corrientes que manan de grifos con la espita rota.

Si ser poeta es una opción como otra cualquiera, escribir poesía requiere de valor ante las críticas. Nada peor que los recalcitrantes del oráculo para decidir el valor de las actitudes, por mucho que a veces cueste, aunque nada peor, también, desconocer el propio significado que se filtra por la ósmosis imperturbable de los versos.

Nadie es juez de lo ajeno, no al menos hasta que esos nadie sean a la vez juzgados por los que juzgan con la alevosía que convierte a los sabios en ignorantes. Se ve entonces cuando es necesario olvidar lo precario para reconocer que el sol sale para todos, incluso para los poetas que lo son sólo por intentarlo. En el Parnaso, que se sepa, hasta las ninfas son pura fantasía.



Tres imágenes de la visita guiada al monasterio  (1)

(2)

(3)

Escenario del I Encuentro de poetas aragoneses


Jorge Amar y su esposa

Angel Guinda

Raúl Herrero con su familia

Con los rapsodas Luis Trébol y Jorge Amar
Grupo de poetas de Amigos del Libro: José Mª Serrano, Belén Gonzalvo, J.A.Monteagudo, Dolores Tolosa  y E.Mateo
Capitel románico del Claustro de San Juan de la Peña



Actuación del cuarteto Guanaroca
la chelista Dolos Miravete

Ricardo Usón

Blanca Langa

Amparo Sanz Abenia, organizadora

José Ángel Monteagudo


Marcos Callau, Angel Guinda y Trinidad Ruiz Marcellán

Estela Puyuelo

Angel Guinda recitando.  Foto Estela Puyuelo

Raúl Herrero recitando.  Foto Estela Puyuelo

                                                        Eugenio Mateo recitando          Foto Maria Antonia de Serrano                                                                              




Organizado por la Asociación Literaria Rey Fernando de Aragón
Colaboran:  Asociación Aragonesa de Amigos del Libro
                  Ateneo Jaqués
                  Asociación Aragonesa de Escritores



Fotos: Eugenio Mateo

miércoles, 20 de mayo de 2015

A VUELTAS CON EL VALOR DEL FRACASO




A VUELTAS CON EL VALOR DEL FRACASO
Eugenio Mateo

Éxito, fracaso, dos caras de la misma moneda, la de la vida, que sin embargo no tienen el mismo valor




El  querido director de esta revista, sabedor de mi exitosa trayectoria en la vida,  ha querido ponerme a prueba pidiéndome un artículo sobre el fracaso, quizá con una procelosa tendencia a hacerme caer en la trampa de hablar de algo de lo que no entiendo, con ocultos motivos difíciles de explicar que buscarían, sin más, dejarme en evidencia.


Cuando no se conoce de un asunto, la revolución tecnológica ha creado la mejor herramienta de ayuda en la omnipresente Red y como no suelo arrugarme ante los retos, le tomé la palabra y supuse que encontraría suficientes argumentos en la gran enciclopedia virtual como para salir del paso con la mayor dignidad posible, esto es, en mi línea habitual. Craso error. Lo primero que me he dado cuenta es de la inmensa literatura al respecto de ese efecto del fracaso, al parecer nefasto, por lo leído, pero impreciso en los motivos, por lo no leído.  Lo segundo, la desquiciante variedad de posturas ante el mismo, siguiendo con la inmensa galería de frases célebres de personajes no menos célebres sobre el tema y por último, la machacona insistencia de manipularlo en función del lado desde el que se escribe sobre sus características o efectos.


De momento, este sibilino encargo ha conseguido amargarme la vida porque ahora me ha entrado de repente un miedo atroz al fracaso y posiblemente, cruzado este Rubicón, mi templanza ya no será la misma. El miedo provendrá del sentimiento de impotencia, de sentir que el fracaso me superará, haga lo que haga, y esto da dolor, el máximo generador de miedo. Por tanto lo que más me preocupa de fracasar es en cómo me afectaran sus consecuencias. Abierta la puerta, se cuelan, revueltas, limitaciones con carencias, y ahora me percato de  lo bien que vivía en la ignorancia.


Éxito, fracaso, dos caras de la misma moneda, la de la vida, que sin embargo no tienen el mismo valor. La Modernidad que trajo la Ilustración en el XVII defendía que los medios estaban por encima de los fines. Valores como la Justicia, la Razón y la Ciencia fueron paradigmas de un proceder metódico y transparente en un pensamiento democrático y no viciado que tenían al hombre como protagonista. La posmodernidad, el presente, ha subvertido aquellos elevados principios y pregona sin rubor que el fin justifica los medios, convirtiendo al individuo en actor de una carrera desenfrenada, de  una competición permanente, incluso consigo mismo. A partir de aquí, éxito o fracaso condicionan al sujeto de tal manera que los fracasados son los neo apestados y los exitosos, los neo dioses del Olimpo. Todo vale, pues, para estar en el bando divino, naturalmente y, ¡ay! del que fracase, porque su estigma será maldito. Parece que ha desaparecido la fe en los medios, en los métodos. La cuestión es resistir. Resistir a toda costa, cueste lo que cueste y miéntase lo que se mienta.


Dado que el ganador es el único valorado y recordado, el fin se ha convertido en bien supremo y los medios algo que podemos manejar a nuestra conveniencia; todo por vencer bajo el lema ramplón de “el último paga”. Si aceptamos que una persona es mucho más que sus conductas y sus decisiones, estas no pueden darnos su valor como ser humano porque tanto el éxito como el fracaso son sólo resultados circunstanciales. La tendencia suicida del éxito permanente podrá destruir nuestra civilización porque anteponer los fines a los medios es una perversión que desgraciadamente respiramos como algo habitual. Habrán notado la ironía del inicio de esta reflexión y les pido perdón por ella ¡Qué más quisiera yo que ser ciudadano de una Arcadia feliz! Toca presenciar la indecencia de las proclamas que rigen las reglas de conducta y tratar por todos los medios de ser víctima en la menor cuantía posible, postura que es en sí misma la esencia del fracaso. ¿Qué me queda?  ¿Renuncia?  ¿Agorismo? ¿Huida hacia adelante?


Aquí tenemos un fracaso exógeno del que no se podría culparnos, aunque sí en parte; somos cómplices necesarios y convendrán conmigo que nuestras actitudes no siempre son las exigibles. Si recordáramos los fracasos reseñables, encontraríamos que hubo intrépidos que se enfrentaron a las circunstancias con determinación y deberían ser tenidos como vencedores, haciendo bueno el dicho: Hay derrotas triunfales a las que envidian algunas victorias. ¿Le importa a alguien recordar a los perdedores? Creo que  a la mayoría,  no. Sin embargo el fracaso se ha convertido en negocio para aquella legión de motivadores personales, expertos en superación de castas, perfeccionadores del espíritu y chamanes de club de marketing que se han lanzado al ruedo para cantarnos al oído que hasta de las desgracias se pueden sacar ventajas. Hablaba de cuantas frases se han pronunciado y se le atribuye a Churchill aquella de que el éxito es aprender a ir de fracaso en fracaso, pero no he podido encontrar ninguna de algún fracasado declarado, esto es, de los que no han superado el fracaso como desgracia definitiva, de los que no levantaron cabeza a pesar de no haber perdido nunca la esperanza. Los  protagonistas de su propia derrota  no llevan brazalete en la manga, no importan, cuentan menos cada vez y esta peligrosa tendencia se ha convertido en un algo habitual con lo que convivir.


Al grito de todo vale se está desarbolando el entramado social, nuestro modo de vivir.  El fracaso colectivo flota sobre nosotros como una nube tóxica. Estamos tan ocupados en medrar, en sacar partido de todo lo posible, de ser adulados y reconocidos en el bar de la esquina, en ser considerados vencedores, que nos olvidamos del efecto endógeno del fracaso, ese que nos humaniza  y  ayuda a reconocer los límites. Hablar del fracaso de la sociedad actual  no es un estereotipo, es una desgraciada constatación de la situación. Fracaso sin paliativos es que la verdad haya dejado de tener sentido, o la justicia, o el ideal, o la decencia, o la moral, o la ética. Hace crujir los dientes escuchar los mismos slogans a unos tipos que se ríen de nosotros a la cara mientras cuentan las excelencias de sus actos. Indigna ver cómo van cayendo los tótem que hacían de faro en las mazmorras de la progresía. Asusta la indefensión ante la injusticia que se retroalimenta con unas víctimas que no cuentan con contactos. Horrorizan las decisiones que condenan a la pobreza a millones de personas para hacer indecentemente ricos a unos pocos. Angustia el equilibrio de un sistema que sólo vela por sus elegidos y desprecia a los dirigidos. Sobrecoge la indiferencia  de  los nuevos triunfadores ante la miseria de los perdedores. Atonta los sentidos tanto sinsentido que se autoproclama faro de occidente. Sorprende la rapidez con que  toma la pasta y huye todo hijo de vecino con posibilidad de paraísos fiscales.


Da igual, entiéndalo, da igual que el fracaso sea una opción. Dan igual las razones de no ganar. La falta de confianza, de constancia, de preparación, de planificación, de experiencia, de comunicación, de disciplina, de voluntad, de creatividad, el conformismo, la improvisación, los errores de actuación, la escasez de recursos. Dan igual los factores que llevan al fracaso. Da igual ser guapo o feo, listo o tonto, honrado o chanchullero. Lo que importa es no moverse para salir en la foto, todo lo demás vendrá por añadidura. Nuestros fracasos domésticos nos domestican, el fracaso social nos aleja de la Razón.


Le voy a dejar a Samuel Beckett el honor del epílogo, él, tan huraño, que supo reírse como nadie de sí mismo, sin importarle un bledo el fracasar o triunfar.

Todo de antes. Nada más jamás. Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.


Amén.




-Publicado en Crisis, Revista de Crítica Cultural. Nº 7

miércoles, 1 de abril de 2015

AVATARES DEL DESTINO

     El Pollo Urbano. Desde 1977 la primera revista de sátira política, información, ocio y cultura del mundo negro       aragolés. Zaragoza. España. Nº 152. Abril 2015


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Avatares del destino / Eugenio Mateo

PMateoEugenio1
Por Eugenio Mateo
http://eugeniomateo.blogspot.com.es/
    Espeluzna atisbar la dimensión indescifrable del destino. Una mañana tomas el autobús urbano camino a donde siempre y acabas en el Pozo de San Lázaro porque al conductor se le ha apagado de repente un manojo de neuronas.
     Todo ocurre en un clik de una cámara invisible, todo o nada. La vida es un cruce de encrucijadas, un galimatías existencial que nunca es propiedad del que la habita; queda a merced del capricho de estrellas intangibles.
    En estos días asistimos a una catástrofe inducida. Todos aquellos que embarcaron en el avión alemán con el boleto de la vida no tuvieron la oportunidad de cuestionarse su destino, más bien al tomar ese vuelo ejercían un acto voluntario de confianza, ausente a priori de complicaciones. El destino aguardaba bajo la piel del copiloto, decidido a morir matando, pero nunca lo supieron. La fatal casualidad de ser sus pasajeros se llevó por delante todo lo demás.
    Hechos como este, desgarradores y trágicos, forman parte de nuestro deambular. La muerte es una alternativa desconocida sobre la que pasamos de puntillas, de la que leemos en los periódicos y a cuyo tétrico boato asistimos en ocasiones. Cuando estalla con toda su violencia la onda expansiva nos sacude las briznas de ser humano que nos quedan y dejamos que el horror llegue adentro, pero dura poco la impresión, la riada de lo diario nos espabila en seguida; por un momento aflora el destino, con un guiño breve, como refugio, y volvemos a repasar las estadísticas, igual que hacen los condenados ante la lista de ejecuciones al alba.
    La visualización permanente de todas las formas de muerte, a la que tenemos acceso desde la mesa de comer, ha conseguido el efecto contrario al que buscaba quien maneja la información puesto que con la muerte rondando por el plato de borrajas, se le ha perdido el miedo. O eso parece, aunque según desde donde se analice, el miedo a la muerte depende de la evolución y riqueza de cada sociedad. Un habitante de Iraq, por ejemplo, le tiene tanto miedo a la muerte que se acostumbra a vivir con ella, restándole todo interés. Un luxemburgués, otro ejemplo, no piensa en ella porque le da miedo pensar en lo que perderá. Son actitudes tan diversas como variada es la especie.
    La resignación ante la muerte suena a eufemismo. No creo que nadie se resigne de verdad si se tiene la ocasión de experimentar el último momento; el sentido de lo irreversible ha de ser más poderoso que cualquier otra convicción. Se entiende que la religión pueda servir de placebo ante el temor al otro lado; los huérfanos de misericordia tientan la última posibilidad clamando a un dios privado la piedad que creen merecer. Nunca se sabrá si han sido escuchados, pertenece a la fe tamaña reflexión, en todo caso y fuera de connotaciones, el temor de morir no es el fin en sí mismo sino como se produzca. Por eso se eriza la piel ante tragedias como esta y un sentimiento de compasión acompaña a las víctimas en su inútil inmolación porque, en el fondo, todos somos siervos de la gleba.
    En la sociedad occidental se vive realquilado de la prisa, apenas se vuelve la cabeza ante el horror cotidiano que circunda mientras la muerte se lleva a los demás en una sesión de ruleta rusa. Se seguirá cediendo a la estadística la anotación de las bajas en un claro intento de justificar lo irremediable; las máquinas acaban siendo los verdugos implacables de una crueldad aleatoria. La supervivencia es el único deseo insatisfecho que nos queda realmente por cumplir.
   Descansen en paz.



viernes, 26 de diciembre de 2014

¿POR QUÉ NOS DUELE LA MEMORIA?




¿Por qué nos duele la memoria?
Eugenio Mateo



  Todos llevamos con nosotros un  cementerio de recuerdos, sarcófagos  de emociones y osarios de desencantos. Una carga que pesa, incluso asfixia con un dolor que persiste al paso del tiempo. La memoria duele en las ausencias, clasificándolas aun habiéndose difuminado sus contornos, como hitos intangibles de un código asumido. Florece en la evocación de un pasado indulgente. Se remansa en océanos de recuerdos que todavía son capaces de hacernos sonreír. La capacidad de recordar es el legado primigenio para no olvidar los orígenes, por eso  la memoria es sólo notaria de la vida y su efecto, constatación exacta de lo que vivimos.
  Sin embargo, la memoria duele. A veces sufrimos de  añoranza por tiempos mejores con todo su  bagaje. En otras, el dolor se tiñe de fracasos y  traiciones, de desengaños con posos de rencor oxidado.  En todas, la pérdida irremplazable del pasado deja un hálito de vacío tras nosotros. El rastro del recuerdo recorre caminos de vuelta en un paso atrás  para afirmar antiguas  negaciones, encontrar los mojones de la ruta  de ida, apoyarse en la  tapia invisible del tiempo sin hacerla añicos. Duele recordar cuando el recuerdo nunca se ha ido de las cosas que quisimos para siempre y  duele el olvido voluntario de lo que queremos en un presente.
  Pretender que la memoria sea neutral es imposible porque la vida tampoco lo es  y en esa beligerancia entre el ayer y el hoy las chispas que saltan en el cruce  de los  filos neuronales acaban prendiendo  los  fuegos  de las emociones a flor de piel que se avivan al primer soplo. Es inútil quedarse al margen cuando se forma parte de los hechos, como también lo es ignorarlos. El intento de olvidar lo inolvidable forma parte del cortejo de nuestras vanidades, que como en la fábula creen estar vestidas cuando en realidad van desnudas. Somos memoria y  seguimos vivos recordando que somos contradicción. Vuelve el dolor ante la renuncia de los principios que juramos mantener, de los convencimientos que con el tiempo se herrumbran  y parece  no importar que la palabra olvide su sentido como si nada mereciera la pena. La memoria exige lealtad a sí misma para no convertirse en desmemoria, peligrosa tendencia que la narcotiza con humo de modorra.
  Los desmemoriados caen fácilmente en la trampa de la auto complacencia, así, los vemos transitar en formaciones obstinadas en negar lo evidente, ajenos a lo cierto de los propios recuerdos, decidiendo qué es lo conveniente de olvidar adrede. Practican la manipulación y con ello hieren la memoria, que se duele, de nuevo, como si no fuese posible hurtar al  frío corte del cuchillo  cada certeza que despunta. Creo firmemente en la memoria de los peces en contra de lo que se dice y desconfío de la mía  cuando se convierte en  coto privado de mis olvidos. Intento recordar mis desmemorias en un ejercicio de funambulismo y me duele el golpe contra el muro. Hay un antes que se esconde  tras una cortina de humo  escamoteando mi propiedad intelectual  -sólo mía, mis secretos, cosas, pero razones que me recuerdan a mi mismo- y un después carente de sentido. Es la conexión, aunque fallida, con la tabla de salvación y entre tanto recuerdo inútil sólo aspiro a recordar lo importante. No quiero ser de los que son capaces de almacenar tanta información como dice Sagan que podemos, más bien sortear, como un niño en los charcos, tantos recuerdos que duelen.
  Corren paralelas las memorias recientes,  muchas veces se cruzan entre sí dejando al descubierto heridas sin cerrar y cuentas pendientes. En estos encuentros la sincronización de recuerdos llega saturada de  malas vibraciones: un amor imposible, una afrenta sobredimensionada, una duda razonada, una deuda sin satisfacer, quizá tan sólo un malentendido. Con ellas viaja el dolor aunque se tiña de cólera justiciera; el mismo sabor de hiel que rezuma por los dientes y la memoria escarbando en el cerebro con una azada de acero. Es la memoria de los vivos la que duele más cuando recuerdas que ellos olvidan con la misma desfachatez que tú lo haces en un intento de escapar de lo preciso. No deja de ser una ironía que precisamente sean estos casos  los que no elimine la memoria selectiva. Acumulamos así  una sobrecarga negativa, un exceso de megabytes contaminados y si como dice la teoría nuestro cerebro tiende a eliminar los recuerdos que duelen, puede que en el fondo  seamos  masoquistas. No voy a exigir a mi memoria a estas alturas el rigor que tuvo pero no me resigno al cloroformo. Mis recuerdos dormitan cuando no los necesito  pero a veces acuden sin  haber sido invocados  a dar la ronda por mi contorno subterráneo y comprobar que mantiene los anclajes. Viajan por paisajes recorridos, hablan de rostros familiares, releen fragmentos del pasado. Son libres, pero su mensaje tiene el dolor de la lejanía. Todos los recuerdos guardan  el mismo final inacabado que nos sitúa cada vez más lejos del punto de partida. 
                  
                                                                                             
Artículo publicado en Crisis, Revista de crítica cultural nº 5. Erial Ediciones
                               El Pollo Urbano  nº 149. Diciembre 2014

martes, 23 de diciembre de 2014

LAS BIENAVENTURANZAS DEL HOMBRE DE HOY


Las bienaventuranzas del hombre de hoy



Bienaventurados los que esconden la cabeza en un agujero porque ellos serán los últimos en darse cuenta de su error


Bienaventurados los que jamás tuvieron memoria porque no tendrán que recordar si fueron malos


Bienaventurados los ignorantes porque nunca sentirán la necesidad de saber


Bienaventurados los que callan porque con su silencio permiten que cualquiera hable por ellos


Bienaventurados los optimistas porque para pesimistas ya tenemos bastantes


Bienaventurados los soberbios porque desde su altura más dura será la caída


Bienaventurados los inconformistas porque se cansaran de esperar un futuro mejor


Bienaventurados los osados porque la capacidad de atrevimiento  del ser humano es infinita


Bienaventurados los que no tienen nada porque así no deben preocuparse de que alguien se lo quite


Bienaventurados los que piensan demasiado porque terminarán por pensar que ya no les sirve para nada


Bienaventurados los exigentes porque siempre podrán decir que la culpa la tienen otros


Bienaventurados los generosos porque un día descubrirán que están solos


Bienaventurados los mentirosos porque tienen que escribir un diario con todo lo que dicen


Bienaventurados los civilizados porque no saben que serán incluidos en la lista de especies en extinción


Bienaventurados los que mandan porque es muy cansado decidir por los demás


Bienaventurados los fatuos porque tienen que mirarse al espejo a cada instante para reconocerse



Bienaventurados los limpios de corazón porque se les acabará  ensuciando



©Eugenio Mateo

jueves, 6 de febrero de 2014

EL ÓBOLO DE ALEACIÓN. ARTICULO DE OPINIÓN EN EL POLLO URBANO Nº 141


El Pollo Urbano. Desde 1977 la primera revista de sátira política, información, ocio y cultura del mundo negro aragolés. Zaragoza. España. Nº 141, Febrero 201


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El óbolo de aleación / Eugenio Mateo

PMateoEugenio1
Por Eugenio Mateo
     Discurrir por la geografía urbana conlleva  un ejercicio de reflexión permanente, pues nos vemos rodeados de circunstancias que son universos en sí mismas y cuya fuerza de gravedad nos atrapa. La calle es un orbe caótico en el que hemos aprendido a desenvolvernos. O quizá no.   Quizá pasamos por ella de puntillas sin querer mirar más que a las mierdas de perro que acechan nuestros pasos,  mudos, sordos y ciegos, incluso ante los verdes que aún festonean los jardines. Ciegos ante realidades que agreden  sentimientos aunque nos demos de bruces contra ellas.
   La ciudad es el escaparate, la polis de la nueva civilización, donde conviven castas como en la vieja Grecia. Todo es posible en ella, -pasen y vean-  ciudadanos de primera, de segunda, de tercera,  sin papeles, con ellos, censados, sin censo y sin derechos, apartados a un lado, desechos de tienta, periféricos sin brújula. Habitantes, máquinas, polución, virus desbocados. Es lo que toca, desde siempre, y sin embargo es nuestra vida. La que queremos. La que tememos. La que nos ha impuesto la evolución con vocación de paradoja.
    De un tiempo a esta parte, desde que la crisis se  ahonda  más en la herida, mi ciudad presenta una nueva y cruel modalidad de mobiliario urbano. Permítanme el sarcasmo puesto que hablo de congéneres y no de marquesinas vendidas al oro de Paris, ni de bancos de diseño poco práctico o de paradas de tranvía con losas de granito. Hablo de los nuevos mendigos y no puedo evitar un estremecimiento porque ninguno estamos a salvo – bueno, algunos sí-  Conforme hemos ido envejeciendo podemos recordar a los conspicuos sin techo que formaban parte del paisaje, a esos que invitabas a un vino si no lo traían malo en sangre; a esos que  deseaban buenos días a la puerta de las mejores iglesias, como una pieza más del pórtico; a esos que querían vivir sin tener que dar las gracias. Después vinieron los que te abrían las puertas de los “super” con la amabilidad de un portero de plantilla; más tarde las cuadrillas organizadas que distribuían a sus mujeres y niños en las esquinas de cualquier calle; a la vez, apareció otra forma delicada de pedir ayuda a cambio de un acorde de músico de conservatorio; los sempiternos tullidos de muñón encallecido de las puertas de los mercadillos. Orbe de pícaros y de tramas de alquiler del sitio en que postrase, también de abandonados a su suerte, solicitantes de arraigo  inversores del níquel, o supervivientes.  Los  nuevos llegados a la calle tienen cara de vecino de al lado, de contertulio de café,  de compañero en la fila de espera, son nosotros en el sitio equivocado, ruleta con bola trucada, aldabonazo.
    Llegado este  momento  la caridad se desorienta haciendo balance de la reserva de monedas y se siente impotente ante tanta demanda. Somos un país solidario, no de otra manera puede entenderse que los que no tienen nada no asalten los palacios de invierno de la nueva aristocracia. Como la gran paradoja, las clases pasivas sostienen a las activas sin actividad pero conviene preguntarse  hasta cuándo, aunque si hacemos casos de las soflamas encendidas sobre los nuevos brotes verdes esto está resuelto en un suspiro. No nos engañemos, la cruda realidad resiste obcecada para desgracia de casi todos, escéptica e inerme.  En esos devenires de que hablaba al principio han tomado cuerpo los anónimos para poblar las calles con su desesperada presencia. Vemos sus caras y leemos la mirada. Son involuntarios hombre anuncio de la nueva era que piden ayuda  sorbiendo su  vergüenza a la intemperie, islas entre un tráfico indiferente. Quizá deban resolver asuntos de su hipoteca o pagar la factura pendiente del tendero, puede que no le llegue para pagar la luz o los libros de los chicos – ¿quién sabe?-  En cualquier caso, lo cotidiano poco importa, el hecho es que  todos esos conciudadanos que nos hablan de la gran falacia al oído del corazón no están ahí por gusto  -supongo que agotadas otras vías de ayuda- sino porque no tienen más remedio y eso es malo, muy malo, dado que nos puede pasar a cualquiera. Por un lado, los que no viven lo que pasa; por otro, los que no pueden vivir por lo que pasa.  La dicotomía entre realidad A y realidad B lleva al sueño de la razón y como ya decía Goya, eso produce monstruos.
    Es de Perogrullo decir que no sería necesaria la caridad si hubiera más recursos,-ésos que intuimos  escapando a borbotones por agujeros negros-, para todos. Mientras, en las calles ciudadanas brotan nuevas manos esperando el  triste óbolo de aleación.
http://www.elpollourbano.es/