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He de confesar que aunque en mi niñez creí en los ángeles,
siempre tuve la sensación de que tras la
intangible presencia de mi ángel de la guarda se escondía un opresor y no un protector. No tenía que pensar
demasiado ante la constante repetición de sus actividades por parte de los que
me educaban sobre la custodia de tal ente.
Su propio nombre era claro: Ángel de la guardia. Aún así, creí en él. En mis
sentimientos infantiles se mezclaban por igual el temor a lo desconocido con el
terror al pecado. En definitiva, un efecto que me hacía viejo antes de tiempo.
El tiempo está reñido con la niñez -que por ser tan efímera necesita desconocerlo-
pero la máquina imparable se llevó todo el hoy al recuerdo y en mi nueva maleta
no dejé sitio para seres volátiles. Me gustaría poder estar seguro de la
existencia de un ángel particular, porque a veces se le necesita, pero la vida
se ha permitido el mal gusto de echar por tierra todas mis quimeras y ahora, la
verdad, los ángeles me parecen pintorescos.
A falta de legiones celestiales habitan en la Tierra humanos que se ven a
sí mismos como ángeles. Se mueven, visten, actúan, asisten y sentencian como
tales. Por alguna extraña razón no han podido todavía conseguir ser portadores
de alas, magníficas y argentíferas alas de larga pluma blanca que se batan ante
el resto de mortales como una panoplia de oropel. Hay que lamentar que su
número crece y quizá se le podría responsabilizar al escaso rigor de las
oposiciones a plaza de neo ángel, aunque me inclino a pensar que la culpa es de
los que les hacen palmas fervorosas incluso en “feisbuc”. Gozan, pues, de predicamento y se diría que las maneras
angelicales enganchan, pero nadie parece reparar en que juegan con ventaja. La
ventaja de sobrevolar el duro suelo de los demás comunes, lo que les permite despreciar
la prudencia y obviar el sutil suceso de no llevar alas. Finalmente parece no
importarles el vacío de la caída, probablemente porque están seguros de
aterrizar en blando, al fin y al cabo blandos son los sesos de las criaturas. Volviendo
al meollo, barrunto que estos seres límbicos tienen el don de la invisibilidad;
no de otra manera se puede entender que la mayoría no los distinga en su
dimensión real.
Pintorescos, decía, me parecen éstos ángeles, pero ni más ni
menos que los demonios, o que los listos y los tontos; igual de pintorescos que
los demás habitantes de este circo donde todos vamos
maquillados para la función. Hace tiempo que las hadas ya no me dan risa, lo
mismo que no me importan nada los ángeles de “pacotilla”. Me importan las
consecuencias sibilinas que persiguen dar de comer al ego su dieta caníbal. Me
preocupa el poco valor de las razones escuetas ante las palabras complejas. Me aterra el desnivel que se forma con los
inocentes, culpables de contribuir a elevar el púlpito. Pero siendo riguroso,
no debe considerarse peregrino poder mirar al cielo para ver como asciende Ícaro
hasta el Sol. A veces, cuando nieva, imagino que los copos son plumón de ángel
caído. Acabo dándome cuenta que los ángeles de verdad se extinguieron un día
cualquiera y los nuevos, no me engañan, de momento no saben volar por mucho que
lo intenten dando brincos.
“La vie en rose”- cantaba Edith Piaf mientras se metía
un chupito de absenta.