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Por Eugenio Mateo
http://eugeniomateo.blogspot.com.es/
    Espeluzna atisbar la dimensión indescifrable del destino. Una mañana tomas el autobús urbano camino a donde siempre y acabas en el Pozo de San Lázaro porque al conductor se le ha apagado de repente un manojo de neuronas.
     Todo ocurre en un clik de una cámara invisible, todo o nada. La vida es un cruce de encrucijadas, un galimatías existencial que nunca es propiedad del que la habita; queda a merced del capricho de estrellas intangibles.
    En estos días asistimos a una catástrofe inducida. Todos aquellos que embarcaron en el avión alemán con el boleto de la vida no tuvieron la oportunidad de cuestionarse su destino, más bien al tomar ese vuelo ejercían un acto voluntario de confianza, ausente a priori de complicaciones. El destino aguardaba bajo la piel del copiloto, decidido a morir matando, pero nunca lo supieron. La fatal casualidad de ser sus pasajeros se llevó por delante todo lo demás.
    Hechos como este, desgarradores y trágicos, forman parte de nuestro deambular. La muerte es una alternativa desconocida sobre la que pasamos de puntillas, de la que leemos en los periódicos y a cuyo tétrico boato asistimos en ocasiones. Cuando estalla con toda su violencia la onda expansiva nos sacude las briznas de ser humano que nos quedan y dejamos que el horror llegue adentro, pero dura poco la impresión, la riada de lo diario nos espabila en seguida; por un momento aflora el destino, con un guiño breve, como refugio, y volvemos a repasar las estadísticas, igual que hacen los condenados ante la lista de ejecuciones al alba.
    La visualización permanente de todas las formas de muerte, a la que tenemos acceso desde la mesa de comer, ha conseguido el efecto contrario al que buscaba quien maneja la información puesto que con la muerte rondando por el plato de borrajas, se le ha perdido el miedo. O eso parece, aunque según desde donde se analice, el miedo a la muerte depende de la evolución y riqueza de cada sociedad. Un habitante de Iraq, por ejemplo, le tiene tanto miedo a la muerte que se acostumbra a vivir con ella, restándole todo interés. Un luxemburgués, otro ejemplo, no piensa en ella porque le da miedo pensar en lo que perderá. Son actitudes tan diversas como variada es la especie.
    La resignación ante la muerte suena a eufemismo. No creo que nadie se resigne de verdad si se tiene la ocasión de experimentar el último momento; el sentido de lo irreversible ha de ser más poderoso que cualquier otra convicción. Se entiende que la religión pueda servir de placebo ante el temor al otro lado; los huérfanos de misericordia tientan la última posibilidad clamando a un dios privado la piedad que creen merecer. Nunca se sabrá si han sido escuchados, pertenece a la fe tamaña reflexión, en todo caso y fuera de connotaciones, el temor de morir no es el fin en sí mismo sino como se produzca. Por eso se eriza la piel ante tragedias como esta y un sentimiento de compasión acompaña a las víctimas en su inútil inmolación porque, en el fondo, todos somos siervos de la gleba.
    En la sociedad occidental se vive realquilado de la prisa, apenas se vuelve la cabeza ante el horror cotidiano que circunda mientras la muerte se lleva a los demás en una sesión de ruleta rusa. Se seguirá cediendo a la estadística la anotación de las bajas en un claro intento de justificar lo irremediable; las máquinas acaban siendo los verdugos implacables de una crueldad aleatoria. La supervivencia es el único deseo insatisfecho que nos queda realmente por cumplir.
   Descansen en paz.