Un país de pícaros.
Intentar explicar a ciudadanos de otro continente lo que
acontece en nuestro país, España, es complejo. La vida se desarrolla en dos
niveles, el del Poder, con todos sus enrevesadas actuaciones y el que existe a
ras de la realidad, la sociedad civil, que vertebra las situaciones en los
matices del día a día, con las penurias, las alegrías, los planes, el instinto
de supervivencia y la necesidad de la esperanza, también del desencanto,
que es más peligroso.
Dejemos al Sistema
urdiendo sus estrategias por conocidas y
vayamos al pueblo llano, a los que somos
la mayoría. La democracia que nos ganamos como pueblo en los
70 suponía un ejercicio de responsabilidad que pocos entendieron. Las urnas
proclamaban gobernantes electos por los ciudadanos, que en
su mayoría, a partir de ese momento se abstenían de cualquier otra
manifestación política o social, obedientes al papel auto elegido de mayoría
silenciosa.
El crecimiento económico supuso nuevos estándares de vida. La
adoración hacia el becerro de oro supo cómo instalarse en nuestras neuronas y
todos nos convertimos a la nueva
religión del Consumismo. Hay que recordar que nuestra reciente Historia nos remonta en pleno siglo XX a una
guerra civil y una posguerra en la que la dictadura autárquica condicionó la necesaria evolución a una
sociedad más justa e igualitaria. Con el viento a favor de las connotaciones
mundiales, nuestra democracia se
desarrolló llevando en su interior la propia idiosincrasia, esto es, la
tendencia al chanchullo en la más genuina representación literaria del Pícaro.
La renuncia de la
ciudadanía a sus prerrogativas cívicas dejó libres las manos de los políticos
para actuar con toda impunidad en aras de un pretendido bien general, Impunidad
que no significaba por otro lado grandes escándalos porque en estas tierras hay
muchos inocentes por falta de ocasiones para no serlo. De repente, como en un totum revolutum, nos despertamos en
tierra de nadie con las referencias perdidas y el camino hacia el futuro con la
puerta entornada. Todo aquello que creímos referencias está en entredicho y bajo sospecha. Nada ni
nadie queda libre de pecado para tirar la primera piedra. Cada día se destapa
otro agujero negro en la caja nacional, afectando a todos los ámbitos
políticos, institucionales y económicos. Por si esto no fuera suficiente, la
salud financiera de los países del Sur de Europa obliga a mantenerlos en la UVI
bajo la amenaza de coma estructural; tal parece que las trompetas del
apocalipsis comienzan la ronda en torno a las murallas de nuestros atavismos.
El fenómeno de la corrupción, que después del desempleo es la
cuestión que más preocupa a los ciudadanos españoles no es nuevo y no merece la
categoría de sorpresa puesto que siempre se ha hecho de la misma manera: uno llega
al cargo, no importa el escalafón e inmediatamente se da cuenta de cómo va la
cosa. Tiene dos soluciones, o bien se marcha a casa directamente o se acomoda
rápidamente al método para no ser menos. Los héroes acaban en las enciclopedias
y, la verdad, no está la vida como para
renunciar a prebendas, acaban pensando.
El desempleo es la punta del iceberg que va a la deriva, una
triste consecuencia de la afamada globalización, pero sólo una consecuencia
porque el problema es mayor, la crisis del sistema económico mundial y como se
confronta con el ciudadano de a pie desde el altivo observatorio de unos pocos
que cada vez son más poderosos.
Tampoco todo esto es nuevo. Crisis ha habido siempre, en
cualquier periodo, cultura o hegemonía. Tomando uno de los significados de la
palabra latina crisis nos encontramos
con la definición: Mutación importante en
el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o
espirituales. España está en crisis, pero no más que en Francia, Inglaterra
o incluso Alemania. Es Europa la que está en crisis, quizá porque nunca se tomó
realmente en serio el fundamento de unidad como estado y es sabido que donde
todos discuten nadie se entiende. A los sureños, que arrastramos la fama de
indolentes entre nuestros amigos del Norte, no nos queda más remedio que
aguantar el aguacero, cada vez más pobres y cada vez menos libres pero
trabajando, los que pueden hacerlo, más horas que los que se autoproclaman laboriosos…
Ni siquiera nos vale la pretendida estrategia de la UE de convertir
nuestro país en el balneario de sus jubilados (que al menos hubiera
incrementado la demanda de camareros) porque también ellos temen por sus
pensiones y viajan menos. Por eso, la
corrupción es un mal menor comparado con lo que nos espera si nadie lo remedia.
Recomiendo a los que no la hayan hecho la lectura del maravilloso libro
Lazarillo de Tormes, escrito en el siglo XVI. Quizá pueda ayudarles a comprender mejor porqué estamos como
estamos.
Mi columna en el periódico SIGLO21 de USA. 11.04.2013. OPINIÓN
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