El síndrome de Estocolmo / Eugenio Mateo |
Por Eugenio Mateo
Hoy ha sido otro de esos días demoledores en los que se nos pone a prueba, estoy hecho polvo, el trabajo en esta empresa es una locura, de ese tipo que sólo los que trabajamos aquí sabemos cómo se contagia, ha habido Consejo de Administración, con el protocolo necesario, he tenido que atender a varias delegaciones, a importantes empresarios, a seres anónimos y a las malditas llamadas telefónicas, faxes o correos electrónicos, las idas y venidas hasta la puerta de salida, el primer examen a las miradas de expectativa de los que llegan, el último repaso a los esclarecedores rostros de los que se van, la agotadora pesadez del tipo del maletín negro cuyo aspecto levantaba sospechas, mil y un asuntos, en fin, desasosiego, cansancio, ganas de salir corriendo para no perder el último tranvía, estrés, estrés -ni todo el oro del mundo podría recompensar este delirio-
Las secretarias me alegran la vista con sus curvas y esos muslos prietos distraen porque siempre están ahí aunque siempre me digan que no es mi día, los trajes que visten algunos con los que me cruzo por los pasillos están confeccionados con la tela de las falsas apariencias pero mis pantalones están planchados con raya, es necesaria en este mundo de yuppies donde todo fluctúa a ritmo del Nasdaq para fagocitarse a sí mismos sin haber conocido acaso su verdadera identidad, nadie es realmente imprescindible aunque reconozco que soy de gran ayuda al buen orden de las cosas, ser rápido es siempre importante pero sobre todo discreto, por eso, nunca contaré todo lo que escucho aunque puede que algún día escriba un libro de memorias sobre lo que adiviné sin pretenderlo.
Es muy tarde, casi todos se han ido ya excepto aquellos que tienen algo que temer por sus prebendas o que simplemente no pueden abandonar antes su puesto de trabajo como es mi caso, estoy prisionero de unas necesidades que se conforman con un trozo de pan y sonrío a los que detesto por su suficiencia, incluso les halago en exceso, todo por seguir en esta espiral que no lleva a ningún sitio, asido a la paga de fin de mes, como la dosis que te mantiene colgado en una nube de cartón piedra; va siendo hora de echar el último vistazo a las oficinas desiertas y no sé si compadezco a las siluetas que se recortan tras las puertas de algunos despachos con luz encendida; definitivamente nada parecido a un hogar y sin embargo paso más tiempo en éste mundo ajeno que en el mío propio, a pesar de todo no puedo por menos de admitir que algo insano emana de esta atmosfera que es capaz de anular mi resistencia, como a ése secuestrado que acaba comprendiendo a sus captores. No me gusta lo que pienso mientras deseo fervientemente un cigarrillo y me dejo conducir por la rutina de la ronda, como el que no recuerda hacia donde le llevan sus pasos.
Casi sin darme cuenta cruzo el dintel del vestuario masculino y me encuentro de repente frente a la taquilla en la que mi ropa de paisano cuelga inerme bajo el efecto del aburrimiento, luego, tras un rato que parece interminable, el aborrecido y a la vez necesitado uniforme de botones ocupa la percha esperándome paciente hasta mañana, pulcramente colgado para que no se arrugue la raya del pantalón, que parece reírse del aspecto lamentable de mis viejos vaqueros. Fuera, la noche es oscura; definitivamente enciendo un cigarrillo mientras no puedo dejar de pensar que falta poco para mañana, al mismo tiempo, las volutas de humo que se escapan al cielo me rodean tejiendo una intangible tela de araña.
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