Han pasado quince días desde la última gran nevada y todavía los campos y las cumbres de este arrogante valle se arrebujan bajo la manta helada de la nieve. Mientras el coche descendía Monrepos, la barrera de los gigantes de piedra que vigilan la muga desde un mar a otro se levantaba blanca y desafiante y a pesar de los hombres del tiempo y toda la tecnología metereológica, el día estaba radiante y bonancible cuando habían anunciado lo contrario. En el Pueyo de Jaca, al lado mismo de un Bubal helado, la primera recompensa del día en forma de bocadillo caliente de jamón a la plancha y queso fundido nos cayó tan bien que incluso rechazamos tirar fotos a las casas clonadas de pizarra y piedra de la nueva arquitectura montañesa. Buscábamos espacios abiertos con millones de brillos y reflejos, esos que el sol produce de manera inimitable solamente sobre las estrellas invisibles de la nieve. Son reflejos distintos, cegadores, como una conversación sin sonido sobre la inmensidad de lo inabarcable. En Panticosa, muchos esquiadores que desde Sabocos querían llegar abajo lo más rápidamente posible para empezar de nuevo en el tobogán violento de sus rodillas. Parece mentira que aquel pueblo recoleto que inició su andadura esquiadora con tanta humildad haya devenido en un lugar en el que el ladrillo ha establecido nuevas castas entre estas gentes, antaño tan cercanas. Es lo que tiene el progreso, que altera todo lo que toca para cambiarle el alma por una pretendida modernidad. Con un punto de envidia que se me escapó camino de las pistas, allá arriba, nos juramentamos para subir al balneario que seguro guardaría una impresionante colección de fotos pero quiso la casualidad que un alud había cortado el acceso por la sinuosa carretera y la Guardia Civil nos dijo que había que esperar un buen rato, pues estaban limpiando la avenida.
Dirección norte, dejamos atrás Escarrilla y pasamos por la presa helada de Lanuza, cuya blanca superficie nos escamoteó el reflejo límpido de la Peña Foratata en sus aguas. Sin embargo, allí estaba la incansable y milenaria pirámide que cobija a la vez que amenaza el caserío bullicioso de Sallent de Gállego. Atrás habían quedado los murallones de Petrosos, las laderas dormidas de La Ripera, las cumbres de Baldairan y Ferreras y el camino imposible por las crestas camino de Bujaruelo. También los reservados ibones de Bachimaña y las crestas inverosímiles de las Argualas. Ahora, el valle se abría para testificar los inmensos espesores que esperan el deshielo sobre las gleras de los Picos del Infierno, Ibonciecho, Marcadau, La Gran Facha, Tebarrai, Garmo Negro y el solemne Balaitus, por encima del resto de gigantes anclados para siempre. Sería un sueño elevarse por encima de este parque grandioso y volar, como aquellos grajos que juegan con las corrientes por encima de nuestras cabezas. Teo Félix cuida bien sus pasos en la mullida alfombra de infinitos copos y apunta su objetivo hacia todos los detalles; Miguelón se queja de su hombro, renqueante bajo la permanente carga de su pesada cámara que todo lo descubre. Somos tres fotógrafos con hambre de imágenes escondidas y cuando enfilamos camino de Formigal, veo a lo lejos, paralela, la antigua carretera que desde Sallent subía a la estación en aquellos años en los que la fuerza nos dejaba esquiar por ella en un descenso que siempre guardaba un premio a la llegada.
Formigal tiene el dominio esquiable más grande de España, la orografía se ha aliado con el capital y ahora, acceder a sus pistas es una elección de distintos caprichos o niveles. Hasta la misma frontera del Portalet, las telesillas se adentran por distintos valles en una mecánica invasión de parajes reservados a las marmotas y al sarrio. Todos caben, o eso es lo que se nos dice, quizá sin escuchar a los verdaderos usuarios de la naturaleza. Cuando se funde la nieve, las heridas de guerra abren costurones en la piel sensible de los prados y el águila evita posarse en las sirgas de acero a pesar de todo. Hoy, las tiendas y bazares de Portalet andan recuperando sus accesos, hace unos días las trincheras de nieve impedían accesos y negocios. La escultura de mi compadre Arrudi, en el reciente inaugurado Espacio Portalet, aguanta bien los ventisqueros, en un símbolo de encuentro entre vecinos. El paso está abierto, sorprendentemente, y algunos franceses vienen a comprar licores y avituallamiento un poco más barato. Estamos a 1700 metros de altitud y las nubes de algodón oscuro rondan la nevada, posiblemente estos copillos fueran el aviso de los partes del tiempo. Parece un poblado que resurge de todos los aludes posibles, un campamento en medio del antártico. El deshielo elegirá vertiente para su descenso, aquí, la muga es un linea sin contorno que titubea en la tierra de nadie.
Alguien dijo que una buena retirada a tiempo es una victoria, así que el coche enfila pendiente abajo mientras a nuestra derecha, pequeños puntos negros se mueven como hormigas en las laderas cubiertas de nieve polvo, que por aquí llaman nieve regina, que se amontona en las esquinas. En Escarrilla nos habían recomendado un lugar para comer, nada que objetar, aunque la próxima vez recordaré que el mar queda muy lejos y los peces de estas tierras, que hace mucho fueron mar, llevan cuernos y son de cuatro patas, cuando lea la carta y me sienta tentado de pedir pescado. Después un trayecto sumido en una densa siesta, me despiertan las ráfagas de viento al pasar por Villanueva de Gállego.
|
Peña Telera |
|
Balaitus |
|
huellas |
|
Embalse de Lanuza y Forata |
|
Peña Foratata |
|
Formigal |
|
Frontera del Portalet |
|
Escultura de Arrudi |
|
Teo Félix y Miguel Sanz |
|
Monumento realizado por MA Arrudi |
|
Ermita de Santa Elena |
Valle de Tena. 17.02.15
Fotos Eugenio Mateo
No hay comentarios:
Publicar un comentario