A VUELTAS CON EL VALOR DEL FRACASO
Eugenio Mateo
Éxito, fracaso, dos caras de la misma moneda, la de la vida, que sin
embargo no tienen el mismo valor
El querido director de esta revista,
sabedor de mi exitosa trayectoria en la vida,
ha querido ponerme a prueba pidiéndome un artículo sobre el fracaso,
quizá con una procelosa tendencia a hacerme caer en la trampa de hablar de algo
de lo que no entiendo, con ocultos motivos difíciles de explicar que buscarían,
sin más, dejarme en evidencia.
Cuando no se conoce de un asunto, la revolución tecnológica ha creado la mejor
herramienta de ayuda en la omnipresente Red y como no suelo arrugarme ante los
retos, le tomé la palabra y supuse que encontraría suficientes argumentos en la
gran enciclopedia virtual como para salir del paso con la mayor dignidad
posible, esto es, en mi línea habitual. Craso error. Lo primero que me he dado
cuenta es de la inmensa literatura al respecto de ese efecto del fracaso, al
parecer nefasto, por lo leído, pero impreciso en los motivos, por lo no leído. Lo segundo, la desquiciante variedad de posturas
ante el mismo, siguiendo con la inmensa galería de frases célebres de
personajes no menos célebres sobre el tema y por último, la machacona
insistencia de manipularlo en función del lado desde el que se escribe sobre
sus características o efectos.
De momento, este sibilino encargo ha conseguido amargarme la vida porque
ahora me ha entrado de repente un miedo atroz al fracaso y posiblemente,
cruzado este Rubicón, mi templanza ya
no será la misma. El miedo provendrá del sentimiento de impotencia, de sentir
que el fracaso me superará, haga lo que haga, y esto da dolor, el máximo
generador de miedo. Por tanto lo que más me preocupa de fracasar es en cómo me
afectaran sus consecuencias. Abierta la puerta, se cuelan, revueltas, limitaciones
con carencias, y ahora me percato de lo
bien que vivía en la ignorancia.
Éxito, fracaso, dos caras de la misma moneda, la de la vida, que sin
embargo no tienen el mismo valor. La Modernidad que trajo la Ilustración en el
XVII defendía que los medios estaban por encima de los fines. Valores como la
Justicia, la Razón y la Ciencia fueron paradigmas de un proceder metódico y
transparente en un pensamiento democrático y no viciado que tenían al hombre
como protagonista. La posmodernidad, el presente, ha subvertido aquellos elevados
principios y pregona sin rubor que el fin justifica los medios, convirtiendo al
individuo en actor de una carrera desenfrenada, de una competición permanente, incluso consigo
mismo. A partir de aquí, éxito o fracaso condicionan al sujeto de tal manera
que los fracasados son los neo apestados y los exitosos, los neo dioses del
Olimpo. Todo vale, pues, para estar en el bando divino, naturalmente y, ¡ay!
del que fracase, porque su estigma será maldito. Parece que ha desaparecido la
fe en los medios, en los métodos. La cuestión es resistir. Resistir a toda
costa, cueste lo que cueste y miéntase lo que se mienta.
Dado que el ganador es el único valorado y recordado,
el fin se ha convertido en bien supremo y los medios algo que podemos manejar a
nuestra conveniencia; todo por vencer bajo el
lema ramplón de “el último paga”. Si aceptamos que una persona es mucho más que
sus conductas y sus decisiones, estas no pueden darnos su valor como ser humano
porque tanto el éxito como el fracaso son sólo resultados circunstanciales. La
tendencia suicida del éxito permanente podrá destruir nuestra civilización
porque anteponer los fines a los medios es una perversión que desgraciadamente
respiramos como algo habitual. Habrán notado la ironía del inicio de esta reflexión
y les pido perdón por ella ¡Qué más quisiera yo que ser ciudadano de una
Arcadia feliz! Toca presenciar la indecencia de las proclamas que rigen las
reglas de conducta y tratar por todos los medios de ser víctima en la menor
cuantía posible, postura que es en sí misma la esencia del fracaso. ¿Qué me
queda? ¿Renuncia? ¿Agorismo? ¿Huida hacia adelante?
Aquí tenemos un fracaso exógeno del que no se podría culparnos, aunque sí
en parte; somos cómplices necesarios y convendrán conmigo que nuestras
actitudes no siempre son las exigibles. Si recordáramos los fracasos reseñables,
encontraríamos que hubo intrépidos que se enfrentaron a las circunstancias con
determinación y deberían ser tenidos como vencedores, haciendo bueno el dicho: Hay derrotas triunfales a las que envidian
algunas victorias. ¿Le importa a alguien recordar a los perdedores? Creo
que a la mayoría, no. Sin embargo el fracaso se ha convertido en
negocio para aquella legión de motivadores personales, expertos en superación
de castas, perfeccionadores del espíritu y chamanes de club de marketing que se
han lanzado al ruedo para cantarnos al oído que hasta de las desgracias se
pueden sacar ventajas. Hablaba de cuantas frases se han pronunciado y se le
atribuye a Churchill aquella de que el éxito es aprender a ir de fracaso en
fracaso, pero no he podido encontrar ninguna de algún fracasado declarado, esto
es, de los que no han superado el fracaso como desgracia definitiva, de los que
no levantaron cabeza a pesar de no haber perdido nunca la esperanza. Los protagonistas de su propia derrota no llevan brazalete en la manga, no importan,
cuentan menos cada vez y esta peligrosa tendencia se ha convertido en un algo
habitual con lo que convivir.
Al grito de todo vale se está
desarbolando el entramado social, nuestro modo de vivir. El fracaso colectivo flota sobre nosotros
como una nube tóxica. Estamos tan ocupados en
medrar, en sacar partido de todo lo posible, de ser adulados y reconocidos en
el bar de la esquina, en ser considerados vencedores, que nos olvidamos del
efecto endógeno del fracaso, ese que nos humaniza y ayuda
a reconocer los límites. Hablar del fracaso de la sociedad actual no es un estereotipo, es una desgraciada
constatación de la situación. Fracaso sin paliativos es que la verdad haya
dejado de tener sentido, o la justicia, o el ideal, o la decencia, o la moral,
o la ética. Hace crujir los dientes escuchar los mismos slogans a unos tipos que se ríen de nosotros a la cara mientras
cuentan las excelencias de sus actos. Indigna ver cómo van cayendo los tótem
que hacían de faro en las mazmorras de la progresía. Asusta la indefensión ante
la injusticia que se retroalimenta con unas víctimas que no cuentan con
contactos. Horrorizan las decisiones que condenan a la pobreza a millones de personas
para hacer indecentemente ricos a unos pocos. Angustia el equilibrio de un
sistema que sólo vela por sus elegidos y desprecia a los dirigidos. Sobrecoge
la indiferencia de los nuevos triunfadores ante la miseria de los
perdedores. Atonta los sentidos tanto sinsentido que se autoproclama faro de
occidente. Sorprende la rapidez con que toma la pasta y huye todo hijo de vecino con
posibilidad de paraísos fiscales.
Da igual, entiéndalo, da igual que el fracaso sea una opción. Dan igual las
razones de no ganar. La falta de confianza, de constancia, de preparación, de
planificación, de experiencia, de comunicación, de disciplina, de voluntad, de
creatividad, el conformismo, la improvisación, los errores de actuación, la
escasez de recursos. Dan igual los factores que llevan al fracaso. Da igual ser
guapo o feo, listo o tonto, honrado o chanchullero. Lo que importa es no
moverse para salir en la foto, todo lo demás vendrá por añadidura. Nuestros fracasos domésticos nos domestican, el fracaso social nos aleja
de la Razón.
Le voy a dejar a Samuel Beckett el honor del epílogo, él, tan huraño, que
supo reírse como nadie de sí mismo, sin importarle un bledo el fracasar o
triunfar.
Todo de antes. Nada más jamás. Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual.
Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.
Amén.
-Publicado
en Crisis, Revista de Crítica Cultural. Nº 7
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