Alistados en la gran chapuza
Eugenio Mateo
De pronto,
estamos en guerra. Miras el vaso vacío de vermú y te pides otro, para que no decaiga. Puede
que sea éste el último placer que quede, dadas las circunstancias, y miras las
caras de los parroquianos y descubres en ellas las de todos los días. Te confías
porque al menos podrás sorber la oliva
tranquilo, después, ya se verá. De
vuelta en la calle, ni rastros de la contienda, acaso, algún vigilante jurado
ejerciendo de cowboy, nada importante. Como en toda guerra moderna, llevan el teatro
de operaciones a tu comedor en esas horas que por el hambre serías capaz
de comerte hasta el televisor, y recuerdas
lo ingrato que tiene ser carne de cañón, a la vez que te vuelven a la
mente las viñetas de Hazañas Bélicas donde cada uno cultivaba su imaginación
guerrera en base a los uniformes, pero
ahora el enemigo no lleva uniforme. De
repente, te sientes alistado en la gran chapuza como un recluta bisoño con
ganas de huir y caes en la cuenta que el mundo es muy pequeño para llegar a
ninguna parte. Te resistes y luego te acongojas por no importar un bledo. Atesoras términos como Equilibrio, Civilización,
Valores, aunque ya no tengan paridad en la apuesta que están jugando por
ti. En un momento dado hasta podrías
preguntarle al pakistaní de la frutería cercana si lo que escucha por la radio son
arengas terroristas. Todo por la causa. Si hay que estar, se está. Siempre listo,
como los boy scout, aunque nuestros mandos
olviden que quien siembra vientos recoge tempestades o que no es bueno
tropezar siempre en la misma piedra.
Psicosis. De pronto, 50.000 combatientes de la Yihad, iluminados, fanáticos y mercenarios se ponen al mundo por montera; todo se tambalea, incluidos los datos sobre el
enemigo No parecen servir de nada los ingenios espaciales capaces de escudriñar
la tierra a ras de suelo, ni los sagaces servicios secretos a los que el
cine pone en evidencia, ni los grandes geopolíticos con sus mapas y
estadísticas de pacotilla, ni por supuesto
las bombas que les tiran. Estamos solos, indefensos en medio de la
multitud que siente como propios los muertos de Paris y olvida los de otros lugares donde
hay menos luz; su miedo es el nuestro, convertidos
en dianas móviles y compartiendo el
papel de inocentes, pero no de ignorantes,
invitados de piedra, como en todas las
contiendas, pero menos. Siempre fue así, tan solo victimas colaterales en el
fuego cruzado de los intereses. El terror nos busca por ser anónimos, no de otra manera
podría entenderse su propio significado, y toca, de una vez, darse por
enterados de qué va esta vaina. Existe la paradoja de que aún pudiendo asumir
lo mal que lo han hecho los nuestros, el factor suerte zanjaría tal cuestión en el
fatal instante de volar por los aires por culpa de los otros. El agudo El Roto
nos trae su viñeta en El País que define muy bien todo este lío: “Les vendimos las armas, formamos a sus soldados y organizamos su
ejército…ahora estamos esperando a que nos ataquen para darles su merecido”
Decides que ya basta de leña al fuego. Hay
muchos Ciudadano Kane en el ambiente y pareciera que algún periodista tiene
intereses en la primera línea. Así que como no eres “masoca”, coges al hámster, cuatro ropas, algo pa’fumar
y unas perras y te tiras al monte. Eliges un lugar en alto desde donde otear.
Si volvieran los camellos los verías llegar y te daría tiempo a montar el cinturón de
explosivos para cuando te pasaran por encima.
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