El otro día descubrí
al llegar a mi retiro
montañés, que tenía okupas. En el tronco
de una vieja acacia colonizada por la hiedra, escasamente a un metro de una de las ventana, una pareja de lavanderas habían construido un
nido, portento de ingeniería y camuflaje,
en el que reposaban cuatro huevecillos.
Nada especial dado el lugar en el que me encuentro, donde
los altivos pinos y otros árboles tienen cartel de se alquila en el lenguaje de
las aves, naturalmente. El motivo del descubrimiento fue ver un hecho que me
pareció insólito: un ave del tamaño de un gorrión se atrevió a ahuyentar a un
pájaro carpintero, y que a pesar de mi presencia por los alrededores, sorpresivamente
se posó en un pino muy cerca de donde luego descubrí que había un nido.
Confieso que el episodio me hizo reparar que aquel ataque tenía una
justificación. Como si un imán tirara de
mi, fui directo al tronco y entre la tupida hiedra hallé aquel hogar de
una muy especial arquitectura.
A partir de ahí, supe lo que es tener okupas. Aclaro que reconozco que el intruso soy yo y
que los pájaros no tienen por qué saber lo
que es una casa. Entonces, cada vez que salía de ella,la mamá clueca abandonaba el nido volando despavorida.
Podía verlos, a ambos, macho y hembra, lanzarse
avisos y claro, por mucho que intentara ser hospitalario, hasta que no
volvía a entrar en la vivienda, la pajarita no regresaba a su paciente menester. En ese momento volvía a empollar los huevos y
de vez en cuando el macho le traía la intendencia e incluso la turnaba en la puesta. Todo esto puedo contarlo
porque desde una ventana podía observarlos sin ser visto a través del visillo;
así, me convertí en rehén de mi sentido ecológico, seducido por el vouyerismo naturalista y apenas salía de casa, en
una renuncia a molestar a los inesperados vecinos. Así transcurrió un fin de
semana, ellos molestos por mi impertinencia, y yo, temeroso de importunar y retrasar el proceso de incubación. Al siguiente, de vuelta al rincón de angulosos horizontes,
comprobé que todo seguía igual. Los huevos durmiendo y la pareja huida a ramas
cercanas ciscándose en mi madre. Al final, tiré por la calle del medio y me puse a cortar hierba con mi
desbrozadora. Procuré faenar lo más lejos posible de aquel nido y
desconozco el efecto que pudo ocasionar en los pajarillos el motor machacón de
mi Honda. Tira y afloja entre especies. Mi intención no podía ser comprendida y
ellos no podían decirme lo que pensaban. Una mañana, con parsimonia, abrí la
ventana y aunque costó varios intentos, al final pude enfocar mi cámara,
sabedor que la mosquitera que nos
separaba, desvirtuaría la imagen que les fui robando; me imaginé al paparazzi
sorprendiendo a la bella en un desliz. La fotografié, ninguna calidad en las
fotos, pero no importa, también al papá servicial. La historia es bonita y real, pero nada especial.
Temí que al fin de semana siguiente los huevos hubiesen dejado paso a unas criaturas con gaznate abierto de
par en par, esperando el pico diligente de la madre. Suponía de antemano que tendría que ausentarme o recluirme, pues para nada quería alterar el plan de crecimiento de
los chicos, pero, como en casi todas las historias montañesas, el final fue otra lección
de la naturaleza. Carente de actividad voladora, el nido estaba vacío. Se abren dos hipótesis: o los huevos, o las crías, acabaron
en un pico proceloso, o los prudentes papás levantaron el campamento llevándose
consigo a los implumes. Me quedo con la primera opción porque el instinto no conoce la piedad.
fotos Eugenio Mateo
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