Quien tiene la suerte de ver los Mallos de Riglos con frecuencia, cosa que es mi caso, no puede evitar pensar que siempre parecen diferentes en función de la luz, que se proyecta sobre los rojizos materiales de amalgama del Eoceno, para definirlos de nuevo como si el artista pintara sin parar, lienzos donde la luz le inspirase un nuevo paisaje cada vez con colores que mutan en si mismos.
Aquel dia de Febrero, el tiempo estaba hosco. Las nubes no podian levantar el vuelo por su carga de humedad. Hasta las figuras de los colosos de piedra tenian color ocre. Riglos, en la distancia, parecía dormitar en su regazo. Definitivamente, por sus fisuras y chimeneas, no intuí a ningún escalador. En todo caso, era una mañana para que los duendes hicieran rappel y los cíclopes pudiesen tener conversaciones privadas. Seguro que por el Gállego, que pasa presuroso a sus pies, bajaban las navatas con los fantasmas de los pobladores que en estos pagos lucharon contra el olvido a que fueron sometidos, aguas arriba, en los pueblos en los que ya no suenan las campanas.
Llegará un tiempo en el que las ortigas serán flores de jardín y los enebros guardianes de las calles sin paseantes, entonces buscaremos la memoria y habrá que esperar a que los rojos de los Mallos, ante el sol de verano, sirvan de guía para que los excursionistas de domingo y fiambrera y los foranos con segunda casa, puedan sentirse en el Paraiso perdido pues no encontrarán casi indígenas a los que hacer una foto. Se habrán marchado a Huesca, o a Zaragoza o quizá más lejos, hartos de soledad los más jóvenes y los más viejos, la mayoría, morirán sin que su impronta permanezca.
Quizá estos pensamientos me los dictase el día "modorro", pero es la realidad la que amenaza y nadie de los que podrían cambiarla se dan cuenta, aunque lo más seguro es que estén cansados de tanto no hacer nada.
El Reino de los Mallos. 02/2010
texto y fotos.- Eugenio Mateo
No hay comentarios:
Publicar un comentario