martes, 14 de junio de 2011

LA PRIMAVERA DE PRAGA



Delante de la pequeña casita, toda pintada de azul, donde nació Kafka, en el callejón del Oro, anexo al castillo de Praga, sentí la misma sensación que debió sufrir Gregorio Samsa aquella mañana en la que sufrió su metamorfosis.

En mi caso, me sentí ligero, tanto que podía volar sin esfuerzo pues dos enormes y transparentes pares de alas me trasportaban, como a una libélula, a través de los cielos de Praga, que se desperezaba todavía, húmeda por la neblina que emanaba del lomo del Moldava.

A mis pies, cerca, la catedral de San Vito recibía a los miles de curiosos que armados de cámaras fotográficas acudían de todos los lugares del mundo, a juzgar por sus rasgos, dispuestos al circuito y guiados por personas que se reconocían entre la muchedumbre por sus bastones o paraguas vistosos. Por debajo de la mole de San Vito, el barrio de Malá Strana (ciudad pequeña) con sus tejados verdes y fachadas de color pastel se prolongaba hasta la figura barroca de San Nicolás, en la que tocó Mozart su órgano celestial. Sobrevolé, no sin dificultad, pues mi aprendizaje volador era recibido sobre la marcha, la calle Nerudova, con sus numerosos palacios e iglesias, donde residió la nobleza del Imperio, para acabar sobre las cabezas de las riadas humanas que transitaban por la calle Na Prïcopé, camino de las dos torres defensivas del Puente de Carlos, en honor de Carlos IV, quién lo mandó construir en 1357.

La suave brisa del río salió a mi encuentro una vez sobre pasadas las dos torres góticas y por el puente, las figurillas de los turistas semejaban una larga fila de hormigas. Me entretuve contando las esculturas que lo flanqueaban, 30, para ser exacto. Pero las figuras de carne y hueso de los vendedores, artistas, malabaristas y demás comparsa que intentaba vivir de los transeúntes, no se dejaron contar. Navegaban por el río barcos de recreo y aún no pude resistir la tentación de practicar un vuelo rasante sobre sus cubiertas atestadas de navegantes con ticket y gorrilla.

De vuelta al puente, la torre de cabecera de acceso a la ciudad vieja, Staré Mésto, me pareció una de las obras más impresionantes de la arquitectura gótico-militar en el mundo. Los aromas que llegaban hasta mí tenían componentes de antigüedad y bullicio, de pasado y presente y unas afiladas agujas de torres avisaron de que estaba llegando a la Plaza Vieja. En mitad de la Plaza Staromestske la estatua de Jan Hus, quemado en la hoguera por su neo cristianismo. La silueta de la iglesia de Tyn, gótico del XIV, y enfrente el Ayuntamiento con su famosa torre y su no menos famoso reloj astronómico, que desde 1410 no ha dejado de funcionar.

En la esfera superior se encuentra el Reloj Astronómico, que indica la hora y la posición del Sol, la Luna y Venus. El reloj indica 3 tipos de horas diferentes: la europea, en números romanos, la bohemia, indicada en la parte exterior del reloj y la hora babilónica, representada en cifras arábigas en la parte interior del reloj.
La esfera inferior es un calendario en el que viene indicado los signos del zodiaco y las actividades agrícolas de cada mes del año.
Otra peculiaridad de este magnífico reloj es que cada vez que marca la hora, la figura del esqueleto que representa a la muerte situada a la derecha de la esfera superior tira de la cuerda y hace tocar la campana. Acto seguido, dos ventanas se abren para dejar ver a los 12 apóstoles con San Pedro a la cabeza.

Por la plaza se arremolinan los turistas absortos ante el reloj o simplemente frente a los puestos de venta esparcidos por aquí y por allá. Ninguno me ve cuando elijo un objetivo y lanzándome en picado rozo la cara blanquecina de un teutón, al que el susto le hace tirar un helado que acaba en el piso de ese lugar en donde la sangre se derramó en ese mismo suelo, muchas veces en el pasado.

Cumplida mi travesura, por el dédalo de callejuelas vuelo sobre la sinagoga Vieja-Nueva y el cementerio en el que unas lápidas hebreas recuerdan a sus muertos. Ahora veo tráfico y tranvías, modernidad, la ciudad nueva, Nove Mésto. El centro comercial es la plaza de Wenceslao, patrón de Bohemia y en un extremo el Museo Nacional. Un poco más allá un edificio pone a prueba mi equilibrio de desequilibrada libélula turística porque no sé bien si me mareo o es que la casa baila ante mis ojos. En 1997, los arquitectos Frank Gehry y Vlado Milunic construyeron un sueño deconstructivista y los praguenses lo bautizaron como Ginger y Fred, dado que la casa danzante les recordó a los famosos bailarines americanos.

Ahora confieso que estoy cansado. Mi poder sobrenatural de volar me agota y necesito comer; pero sobre todo beber. Recupero, como por ensalmo, mi apariencia mortal de callejeador y mis pies, ya sí, se dirigen solos hacia el U Fleku, la taberna más conocida.

Reconforta recordar que la cerveza checa sea, posiblemente, la mejor del mundo con perdón de la alemana, que le vamos a hacer. Al son de las polkas y canciones tabernarias, compuestas para ser asimiladas al ritmo del alcohol y del lúpulo, mi organismo humano se va restableciendo, sobre todo por el majestuoso plato donde se mezclan el goulash a la flek con el cerdo ahumado y el puré más cremoso. Las jarras de esa cerveca, artesanal y exclusiva del U Fleku, la Flekavsky lezak de 13º pueden conseguir una nueva metamorfosis, pero esta vez acabaría convertido en un escarabajo pelotero, mucho más prosaico ante el efecto del bebedizo, no apto para vuelos sin motor.

En la calle, la noche recuerda que todavía es primavera. La primavera de Praga.









































La primavera de Praga.
texto y fotos Eugenio Mateo

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