Reseñas
La polivalente diversidad de un “agitador cultural”, contador de historias con “mucho cuento”
Fernando Aínsa
El principal mérito de Historias con
mucho cuento es la diversidad de estilos
y temas que despliega Eugenio Mateo
con singular eficacia en este libro tan
original como desconcertante. Cada
cuento es diferente: realista o fantástico;
irrupción de lo anómalo en lo cotidiano;
basado en una anécdota que se “desenrolla”
(y no solo se desarrolla) por una
acumulación de situaciones que la desquician
desde un punto de partida banal
o historia contada al modo tradicional;
cuentos narrados en primera o tercera
persona; irrupción de la vigilia en el sueño o del “doble” que parece escapado de
una pesadilla (“El río”). Todo es posible
en la polivalente condición de “contador
de historias” con “mucho cuento” de
este “agitador cultural”, como lo define
Fernando Morlanes en el prólogo.
Metamorfosis en “Acacio, el hombre
árbol”; inesperado punto de vista de
un perro revelado al final en “La ardilla
y el mirón”; triste destino de los ratones
atrapados en cepos (“Ratones”); un
jabalí capaz de dialogar con un cazador
en “El cazador cazado”; un monstruo
ululante que no es más que un pobre ser
aquejado de dolor de muelas (“El diaple
malaostia”), las molestias que puede
causar un mosquito nocturno en la habitación
de un hospital (“Un mosquito
en el hospital”), en todos estos relatos
hay un toque de humor o de leve ironía
que en “Tengo un fantasma de Okupa”;
en “Fortunato”, “La visita” o en “Un
escritor incomprendido” puede provocar
una sonrisa. Algunos cuentos llevan
la ironía al grotesco como en “El concurso”,
donde un escritor escribe un relato
con un personaje sordo para descubrirse
al final, cuando es premiado, que el propio
escritor también es sordo.
La frustración de un vengativo
homicida en “El argentino” o “El
billete” que pasa de mano en mano
—motivo muy conocido en la tradición
cuentística— reescrito con un
sorpresivo final, el envenenamiento
presente en “Comed, comed malditos”,
en “Maldita digestión” y en “Un
cuento de otoño”, anuncian muchas
otras truculencias en un volumen que
se deja leer con sana alegría.
La polivalencia de Eugenio Mateo
se evidencia en temas donde otro tono
y una tierna melodía de remembranza
histórica, emergen con contagiosa emoción
de sus páginas, como en “Los niños
de Morelia han vuelto”: esos ancianos
que vuelven a su aldea natal en España
después de toda una vida en México
donde fueron conducidos de niños al
término de la guerra civil.
Eugenio Mateo sabe que un buen
cuento debe ser redondo y estar cerrado
en sí mismo; que su estructura no puede
distraerse ni diversificarse, porque todo
relato debe estar escrito con disciplina
y ese sentido de lo esencial que ha ido
depurando el género a través de los
siglos. Su escritura está hecha más de
despojamiento que de acumulación,
porque sus cuentos son autárquicos y
autojustificados, en la medida en que
las referencias personales e históricas
del exterior han pasado a formar parte
de su textura y están gobernadas por
las leyes internas del género. Mateo
aprieta la materia narrativa hasta darle
una intensa unidad tonal; vemos a unos
pocos personajes —uno puede bastar—
comprometidos en una situación cuyo
desenlace tan rápido como inesperado
aguardamos con impaciencia.
Los cuentos de Mateo se perciben
como totalidades individuales; “Fruto
redondo, concentrado en su semilla”, al
decir de Enrique Anderson Imbert van
“al grano” y se traducen en un lenguaje
prieto, en ocasiones hermético, donde
por un doble proceso de condensación
y filtrado de hábiles enmascaramientos,
pueden aglutinarse múltiples sentidos
y significaciones. Porque, aunque
concentrado y cerrado, autónomo y
creativo, sus cuentos son una estructura
autorreflexiva, es decir, crítica
de sí misma. Hay un trasfondo social
y crítico en “La instrumentista” que
transporta embutidos de contrabando
en el estuche de un violoncelo y en “El
retrato del infiel”, donde un escarbador
de basura y desperdicios revela sin querer
una infidelidad conyugal.
El encadenamiento de circunstancias
puede llevar a catástrofes generalizadas.
Dos cuentos de Historias con mucho
cuento —“La estación” y “Tarde de compras”—
en la mejor tradición del relato
“La autopista del sur” de Julio Cortázar,
nos llevan desde un nervioso gesto inicial
—la urgida búsqueda de los billetes
para viajar en autobús o el brusco rechazo
de una muestra de turrón en un supermercado—
al desmoronamiento de
una realidad que ha perdido su sentido.
Con prólogo de Fernando Morlanes
y epílogo de Juan Domínguez
Lasierra, cada uno de los cuentos de
Historias con mucho cuento está ilustrado
por un artista que ha sabido sintetizar
metafóricamente su esencia
para añadir valor al volumen.
Crisis, Revista de crítica cultural nº 7.
pag, 115
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