Tan sólo los tábanos eran los únicos que querían fastidiar la mañana. El aire, de tan puro, era invisible, permitiendo que a mis ojos, las lejanas Maladetas parecieran dejar tocarse o que el Montarto me hicera proposiciones de vuelo. Estaba tan alto que un cierto vértigo me susurraba algo desde la profundidad del barranco, pero no hice caso a tantas voces de sirena. El cielo, el suelo que pisaba y yo, ése era el trío; todo lo demás sobraba.
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Sonidos que parecían esquilos me salieron al encuentro desde detrás de un cerro; al coronarlo, sus portadores me miraron con cierta sorpresa. Un grupo de caballos pastaba en libertad por los prados verdes y jugosos. Una yegua, recién parida, se movió con precaución y entonces pude ver a su cría.
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El caballito se dió cuenta de mi presencia y le dijo a su mamá que había un hombre que no dejaba de mirarle. Ella lo tranquilizó, poniendose a su lado. El dió varios pasos, titubeantes, sintiéndose seguro, pero volvió a decir que aquel hombre no le gustaba, pues se había acercado demasiado y se tapaba la cara con una cosa que no conocía. Su mamá me miró de reojo, al tiempo que ramoneaba unas briznas, advirtiéndome sin relinchos, que no era bien venido. Como los humanos no estamos preparados para entender ningún lenguaje que no sea el nuestro, y ni aún eso, me dí cuenta pero no quise enterarme y continué con la contemplación de aquellas criaturas.
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Me puse tan cerca que pude verle las moscas en el lomo. Entonces, el caballito soltó un relincho de niño vergonzoso y se tapó la cara y los ojos con su pata. Igual que hacía yo cuando era niño y no podía vencer mi timidez. Entonces me dí cuenta, por fín, que les estaba molestado.
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Me quedé quieto y toda la manada se fue alejando. Oí a la yegua decirle al potrillo que podía empezar a dar brincos y a correr, que ya no había peligro.
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Yo me dí la vuelta y mientras descendía, recordé mi infancia.
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EL POTRO VERGONZOSO.
fotos y texto de Eugenio Mateo
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