Mi tía abuela, Humilde Francés, tenía bigote.
El día que hice ese descubrimiento, habíamos ido con mis padres a visitar a mis tíos abuelos. Yo era muy pequeño y cualquier salida para ir a las casas de familiares o amigos, suponía un premio que me permitía ampliar mi círculo de conocidos, pero además, esta visita tenía un añadido, que no era otro, según me contó mi madre, que el inmediato y sugerente plan de ver las vacas de mis tíos.
Iba a ver, por fin, a las culpables de la tortura diaria que imponía mi madre cuando me daba un enorme vaso blanco, cada mañana, a la vez que repetía, “tomate la leche, que es de vaca”
Me temblaban un poco las piernas cuando llegamos a la casona que tenía un gran portalón al lado. Me pareció algo vieja, más aún, bastante fea.
Antes de llamar con el picaporte, mis papás me repitieron varias veces, que me portara bien.
En el instante que la cara de mi tía apareció en el umbral, un bigote negro e hirsuto de desparramó por el dintel de la puerta y agarró con sus pelos mi única atención, porque nunca antes había visto algo parecido. Mi reacción se escapó, convertida en risa que acabó liberada en franca carcajada y entre espasmos pude exclamar: ¡Tiene bigote, mamá, tiene bigote!
No podía parar de reír y por lo que dijo mi padre, me estaba poniendo rojo, de manera que mi madre me administró unas severas palmadas en la espalda. Pero cuánto más miraba esa cara con bigote, más me reía. Me volví a apabilar.
Mientras tanto, la pobre mujer, toda vestida de negro, fue sorprendida por aquel niño que se estaba riendo de ella y sólo tuvo valor para lanzar un bramido: “Domingoooooo”
Mis padres, parados ante la puerta, presenciaban la escena, estupefactos, mirando alternativamente a la Tía Humilde, con un ataque de pánico, llamando a voz en grito a su marido, que luego supe que era sordo, y a mí, que me reía como una rata almizclera.
Apareció al fin el Tío Domingo, con la boina incrustada en su cabeza, acompañado de un olor a caca que infectó de repente todo el espacio. Llevaba en una oreja una cosa de plástico y tenía una sonrisa simple. Tras unas palabras entre los mayores, me cogió de la mano y salimos a un patio, corral, donde al fondo, unas sombras se movían dentro de los cobertizos. Una fétida y pegajosa atmósfera me recibió cuando crucé la puerta, impregnándome la piel, aunque la emoción me hizo ignorarla.
¡Ahí estaban! Eran igual que las de la etiqueta de la botella de leche (con el tiempo supe que eran de raza frisona). Se volvieron a mirarme y luego siguieron comiendo. Mi tío cogió una banqueta y se sentó justo enfrente de unas enormes tetas y empezó a tocarlas de una manera curiosa, porque consiguió que les saliera un chorrillo blanco que acababa en un cubo que había puesto debajo.
¡Leche! La sola visión de mi enemiga me revolvió el estómago y vomité dentro del cubo casi lleno. Mi tío, alarmado, se cayó del taburete y la vaca lo pisó, quizá como venganza. Yo salí disparado por entre las demás vacas, que al verme venir, se espantaron y se apretujaron contra los tablones. Como resultado de la avalancha, hicieron ceder la barrera y las vacas se desperdigaron por el corral, azuzadas, encima, por el perro de mis tíos, al que yo no había visto todavía, que consiguió empujarlas hacia el portalón que tenía abierta media hoja por la que escaparon a la calle y desaparecieron de la vista instantes antes de que mi tío Domingo llegara, cojeando, maltrecho y jurando contra todos los dioses; también mis padres y mi tía salieron de la casa, alertados por el estropicio.
No recuerdo cuántos días estuve castigado por el disgusto que ocasioné. Mis padres estuvieron varios días sin hablarse y no conseguí saber qué pasó con las vacas escapadas. Nunca volví a visitar a mis tíos, salvo en las dos ocasiones en que asistí a su último tránsito.
Desde entonces, no he vuelto a probar la leche y el bigote de mi tía abuela Humilde, me visita cada noche antes de dormir.
LA VISITA- por Eugenio Mateo Otto
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