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Por Carlos Calvo

Rodearse de piezas artísticas con las que podamos dialogar es una afición tan inocente, tan noble y tan agradable que bien merece un reconocimiento.     A través de las fotografías, dibujos, grabados, pinturas o esculturas vemos reflejada nuestra mejor –o hasta peor- humanidad.
     Uno de los problemas a los que se enfrenta todo artista es mostrar su obra. Una cuestión, sin duda, compleja (la producción contemporánea lo es) para la que no existen fórmulas universales y de cuyo acierto dependerá o no que el trabajo artístico establezca un franco diálogo con el público. Un reto para el que Eugenio Mateo se enfrenta en cada nuevo proyecto, en cada nuevo “nacimiento”, a la manera de un formalizador estético de las ideas en un espacio.
Su romanticismo tiene algo de renacentista, de realismo, de la magia de la tradición y de lo que se trabaja con el cariño y la dedicación. Eugenio Mateo cuida a los artistas para que nos den frutos durante todo el año, acaso atacando a los parásitos suspendidos en el cierzo. No entiende el arte oficial como modo despreciativo del emergente. La filosofía, en efecto, es acoger artistas emergentes, especialmente aragoneses, y también, sin duda, grandes pesos. Mosca, pluma, pesados.
Eugenio Mateo es coleccionista y se agarra al axioma de que la esperanza nunca se pierde, porque “existe inquietud y se trata de ser autosuficiente, sin esperar ayudas que nunca van a llegar”. Todo puede ser bueno o malo. Institucional o no. Lo emergente unido a los pesos pesados sería, tal vez, la pauta ideal. Al fin y al cabo, los artistas ecológicos no existen. Sería como alguien que no se ha tomado nunca una medicina. Se muere.
 Eugenio Mateo prefiere la vida, y a rey muerto, rey puesto. Aquí estamos, señores, en una nueva galería. Atrás queda el espacio cultural Adolfo Domínguez, gestionado por nuestro protagonista. Por razones internas, esa empresa ha decidido echar la persiana. Pero a Eugenio Mateo no se le ha pasado por la cabeza cesar en su actividad. En esos cuatro años ha sido una plataforma para dar a conocer a artistas, de toda condición e índole, fuera de los circuitos oficiales. Una iniciativa curiosa que ha cumplido su papel. Eugenio Mateo es como el guardián entre un centeno metafórico y húmedo de tanto que ha llovido. Lo ha sido de Cruz Navarro y Francisco López Francés, de Álvaro Peña y Carmen Ramada, de Pilar Longás y Alicia Sienes, de Eduardo Cebollada y Margó Venegas, de Lalo Cruces y José Antonio Conde, de Lorenzo Olaverri y muchos más.
 La gran ironía es una alquimia de libertad y fracaso, más perturbadora que un bombardeo convencional de guasas y suspiros. Don Quijote y Sancho, el rey Lear y su bufón, los vagabundos de Chaplin, Estragón y Vladimir, van con ese andar simultáneo, que pisa a la vez en la risa y el desasosiego, en la calma y la tempestad, en el pensamiento y el sentimiento, en las luces y el romanticismo, en David y Goliat, en Romeo y Julieta. De hecho, y por ponermos cursis, Eugenio Mateo también tiene algo de Romeo y, además, ha tenido la suerte de encontrar a su Julieta.
 Y es que hay artistas que, de tan cercanos, no les hemos hecho nunca caso. La penuria de hoy hace más lacerante el recuerdo del ayer. Eso lo sabe muy bien Eugenio Mateo, que acaba de inaugurar el espacio de arte Nazca, situado en el número seis de la calle Francisco de Vitoria, en la planta inferior de una agencia de viajes dirigida por Jesús Rojas (‘Doctor Vacaciones’), con doscientos metros de espacio y perfectamente equipada para exposiciones. Una oportunidad, esto es, de viajar, para descubrir –o redescubrir- y constatar la vigencia de ciertas obras, de ciertos autores, una suerte de punto de partida –o partida de nacimiento- a lo que se hace en esta ciudad inmortal llamada Zaragoza, tan ingrata a veces. Y tan desmemoriada. Aquí se encuentra el puente por el que pasar sin tener que hacer rodeos peckimpahnianos.
 Al arte, muchas veces, se le suele ver desde un solo punto de mira, digamos de frente. Eugenio Mateo acaso ve un inconveniente en ver las cosas desde un solo punto de vista, sin abrazar toda su realidad. Por eso mismo, qué mejor que iniciar esta andadura con Artymagen, colectivo que cumple ahora veinticinco años de trayectoria, en una exposición que aglutina varios trabajos de sus miembros, destacados fotógrafos aragoneses o prestigiosos realizadores audiovisuales. Hablar del grupo Artymagen es como rememorar un poco los orígenes cinematográficos de Armando Serrano y su concepto del cine social heredado de su vieja y querida agrupación Andanzas, Carlos García y sus cargas síquicas o Alfredo García y su mirada hacia las relaciones personales. Un colectivo, en suma, que deja su impronta en el panorama del cine independiente de las dos últimas décadas del siglo veinte y el inicio del veintiuno: ‘El cuadro’, ‘Shanghai’, ‘Obsesión’, ‘Tragantúa PC’, ‘Sin frenos’, ‘El cuentacuentos’, ‘Miedo’…
     Artymagen, en efecto, compagina la pasión por el cine, la fotografía y, por extensión, las artes escénicas (las recurrentes colaboraciones del grupo teatral ‘Torres Naharro’), en las que participan, en distintos cometidos, hombres de la cultura en esta tierra nuestra. Vean, si no, la nómina de esta exposición: Mónica Grimal, María Pitarch, José Antonio Larraz, Juanjo Calvo, María Jesús Pascual, Carlos Manzano, Ángel Férriz, Óskar López, Marco Antonio Sarto, Rosana Medina, Javier Carroquino, Isabel Lahuerta, Adolfo Manzano, Eduardo Martín, José Antonio Larraz, Raúl Muñoz, Julio Molina, María Jesús Marco, José Luis Corral, Ángela Corredor, Pedro Laguna, Mario Anamaría…
      En esta nueva etapa de Artymagen, presidida por Jesús Pérez, el tronco principal es, efectivamente, la fotografía. Y los fotógrafos, claro está, organizan sus bártulos, miden la luz, la velocidad de la luz. Y afinan el obturador, calibran la puesta en escena, abren los ojos. Y acompañan a los retratados hasta la puerta y regresan a las sombras. Y acarrean sus cámaras a las calles y disparan contra el cielo tozudo. Y ejecutan silentes. Y miran firme o furtivamente a través del objetivo para plasmar gorras, sombreros, turbantes, ojos entrecortados, penetrantes, dulces, tenebrosos, adormilados, enamorados. Y rostros en blanco y negro. Y también en color. Y sonrisas, embarcaciones, cristaleras deconstruyendo edificios, vistas neoyorquinas, paisajes florales. Y paisajes con árboles lejanos y montañas más lejanas. Y también la rompida de las olas, exóticos ciclistas, carteles publicitarios, escaleras eléctricas, orillas fluviales con piedras como escalinatas, malabaristas en pistas verdes, manos labriegas, manos cuidadas y en pose. O parejas paseando por las ondas expansivas de un mar azul y cielo nubarrón. O, en fin, puertas o ventanales en fila india, como libros encuadernados en roja piel…
     Y a partir de aquí, el espacio Nazca abrirá sus puertas a diferentes disciplinas artísticas. El arte, tal como se entendió en otras épocas, es el gran artificio humano para mostrar lo más inefablemente natural. “La misión más elevada de cualquier arte es forjar la ilusión de una realidad superior a través de la apariencia”, sintetiza Goethe en ‘Poesía y verdad’. Y es que, tal como se declara en otro pasaje del libro, “una buena obra de arte tiene y tendrá siempre consecuencias morales”. O así se creyó en otros tiempos, en los que el arte era el espejo del alma del mundo.
      Eugenio Mateo, por supuesto, piensa andar este nuevo tramo, este nuevo nacimiento, bien despacio. Acaso barojianamente, como una nueva curva en el camino. El sentido de su propuesta, definitivamente, consiste en abrir cada mañana la ventana y oír a los averjos crecer, como buen labriego. Porque ni se compra ni se vende la cultura verdadera, mejor o peor, bien resuelta o no tanto. Quizá sea el momento de volver al concepto de frente cultural para afrontar el futuro. Ni un paso atrás y atención, mucha atención, a los virus oportunistas que pueden implantar cepas destructoras en donde menos te lo esperas. Dos cuerpos son el oasis del desierto de soledades. Así sea la cultura, libre y seminal. La ventana de Eugenio Mateo. Nazca.