Por Eugenio Mateo
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     Cuando  se dice de alguien que sus intenciones están claras, se emplea un eufemismo popular: se le ve el plumero.
    Al  Secretario General del PSOE se le ve el plumero. No lo puede remediar, su cara denota una intensa ansiedad conforme pasan los días y ve alejarse un sueño al que ni despierto hubiera podido aspirar: convertirse en Presidente de Gobierno con su partido en horas bajas por la presión de otras formaciones de izquierdas.  Sabe que una segunda vuelta, como se le llama ahora a una nueva convocatoria de elecciones, sería mala para él, tanto por los resultados como por las navajas afiladas de ciertos conmilitones. Dejar pasar la oportunidad aboca al Sr. Sanchez al exilio desde las portadas. Es duro. Es muy duro saberse tan cerca y a la vez tan lejos. En ocasiones como esta, apelar al patriotismo, al interés general, no sirve de nada porque los gestos faciales  delatan que no lleva jugada. No son tiempos de ejemplaridad, más bien de constatación de lo endebles de las convicciones, si es que todavía alguien las guarda bajo llave.
   La alternancia del viejo y según se ha demostrado, ineficaz bipartidismo, necesita de protagonistas con más temple, y con más cintura, no solamente para driblar los ataques de los defensas  contrarios, sino para tener altura de miras al reconocer que la política es el arte de hacer posible lo imposible y que el propio estatus no es más que una disposición de servicio transitoria. Por cierto, el multipartidismo resulta igualmente ineficaz si no logra comprender los motivos de los que lo alumbraron.
   Hoy, en la recta final del galimatías legislativo, aparece una propuesta que más parece un brindis al sol. El pacto del Prado al que el PSOE ha dicho no. Todo esto ya se había manejado, las matemáticas son muy crudas por lo exactas y al final, un partido local, salta al ruedo cuando casi ha terminado la corrida. Quieren apurar los minutos, y eso está bien, además de ser una obligación para con los ciudadanos, pero han tenido tiempo suficiente  de  posicionar cada legítima aspiración partidaria y negociar, en mayúsculas, al margen de protagonismos. — ¡Ay, con el caudillismo!, uno de nuestros atavismos—. No puedo evitar pensar en la Ilustración y su  lema: “Todo por el pueblo, pero sin el pueblo”.  Decir esto ahora puede ser malentendido,  y sin embargo es lo que parece  practicarse todos los días desde el poder y desde los que lo pretenden. ¿Hasta cuándo vamos a seguir con la  hipocresía?
    No piensan en nosotros aunque repitan que sí como en un mantra. No lo hacen. Todo se resume a estar instalado en las posiciones de retaguardia  en una guerra que se puede dirigir para que las víctimas se la crean. Cada vez que un político habla del contrario, esconde sus propias carencias con el — “Y tú más”.  Si no fuera por lo que nos jugamos como sociedad, daría risa tanto insensato con ganas de medrar. No dan risa, dan pena, y nosotros también, por conceder a la ideología la pureza de ideas según desde dónde se mire. Si aceptamos que la derecha es una opción tan legítima como la izquierda, no deberían otorgarse los recíprocos tanta importancia. Ser de derechas o de izquierdas es cuestión de una decisión personal. Me dan miedo aquellos que se burlan del contrario por pensar diferente, pero,  ¿acaso lo hacemos? —Pensar, digo— que reírse o provocar o desautorizar o discriminar, incluso denostar, nos sale fácil.
    Así, a la derecha del país no puede afectar tanto como para mudar de bando que los suyos estén corrompidos hasta el tuétano; por el contrario, a los votantes socialdemócratas  les duele que en sus cocinas  también cuezan habas de vez en cuando y buscan el morado de la expiación o  más severas penitencias. Aprovecharse de un cargo  es humano.  He mantenido y mantengo, desgraciadamente, que mangar es cuestión de circunstancias, no de principios. No importa derechoso que izquierdoso, siempre aparecerán los atavismos de la especie y a la primera, algunos miraran  para otro lado mientas unos  meten mano, o enchufarán al hermano.  Al socaire del momento es lo que acontece. Excepciones las hay, soñadores o pragmáticos, íntegros ilusionados e ilusionantes. Forman parte de una minoría que tiene  marchamo de obsolescencia, pero que deben constatar  que no todo está perdido fuera de la política. Una parte importante del país piensa en derecha sin ser en sí misma miembro de las clases dominantes, es una cuestión más sutil: educación, prejuicios, tradición, conveniencia. Pero es una sola derecha, no sé si sólida, pero sí convencida. La otra parte, la de izquierdas, que en síntesis  es todavía más importante  a tenor de las urnas, olvida los principios de clase y está dividida en taifas e internacionales. Les resulta tan difícil ponerse de acuerdo entre sí como de intentar escuchar al contrario. Es su talón de Aquiles. El asamblearismo tiene de bueno que todos opinan, el oportunismo tiene de malo que acaba convertido en jaula de grillos.
    Volveremos a votar y se comprobará de nuevo que la derecha sólo vota a los suyos, y que los de progreso —curioso término impreciso que hace propios los afanes de todo el mundo: ¡progresar!—  tendrán que entender por una vez  que los modernos proletarios no se olvidan que lo son y desconfían cuando les cuentan  que dejaran de serlo desde uno u otro lado de ese tercio. Quieren otra cosa.  Ni lucha de clases ni asalto al Palacio de Invierno, para llegar a fin de mes no debería adornarse tanto la cosa. Una nueva pérdida de tiempo bailando con la música desafinada que  nos lleva  al paroxismo con un  ataque de “urnitis”.