Estamos en otoño, y es en esta estación, en la que los colores del bosque se vuelven locos,  cuando aparecen las setas, sin menoscabo de aquellos géneros micológicos que eligen otras estaciones para crecer, entre  los  que por cierto se encuentran algunos de los mejores comestibles, como el Marzuolus o la Calocybe Gambosa, alias seta de San Jorge y  la apreciada colmenilla, (Morchella, si nos ponemos trascendentes), pero no he venido a contar un tratado de micología, entre otras cosas porque me excede, y sobre todo porque quiero hablar de setas sin hablar de setas, valga la redundancia.
   Hace no demasiados años, el mundo de las setas estaba circunscrito al ámbito rural y su consumo y comercio se limitaba a las especies que por tradición eran conocidas en cada zona. Con excepción de científicos y estudiosos, la gente en general carecía del más mínimo interés por el asunto. Luego, los cambios en los modos de vida, el imán de la naturaleza, el tiempo libre, etc., ayudaron a fomentar la afición “setera” entre  aquellos que amábamos el monte;  pero progresivamente primero, exponencialmente después, el número de buscadores de hongos se convirtió en la octava plaga que campó a sus anchas por bosques y praderas, rompiendo el equilibrio ecológico y afectando a las economías domésticas de los municipios que venían aprovechando sus recursos naturales.
    En seguida apareció el valor tangible de las cosas  y en las estanterías donde antes sólo había champiñón y robellones aparecieron con todo su esplendor otras muchas delicias que acabaron fluctuando en las leyes de mercado. Se vio, para su desgracia, a las setas como fácil fuente de ingresos y se montó la de San Quintín en más de alguna pedanía cuando eran invadidos sus bosques por depredadores humanos altamente organizados. La oferta y demanda es tan irracional que permite olvidar impunemente los límites de lo permitido; de esta manera la afición se convirtió en peonadas y sólo quedó el recurso con desparpajo de poner puertas al monte. Dicho así puede resultar grandilocuente, pero no es exagerado hablar de una barrera imaginaria que impone el acotamiento,  la obligación del óbolo a todos aquellos que se internan armados de una cesta. Pagar para recoger algo que tiene dueño, en la estricta observancia de la propiedad horizontal. Los ayuntamientos de las zonas ricas en setas convirtieron en cotos micológicos sus términos municipales y con esto vino la gran chapuza…y algo más…
    Considerando que es un mal mayor en cuanto no tiene vuelta atrás, sí que habría que considerar algunos aspectos. De la misma manera que se cobra por entrar al bosque sería justo que estuvieran  inmaculados, con merenderos en cada trecho y zonas de esparcimiento para niños, incluso deberían organizar un sistema para poder pagar que evitase el engorro de buscar dónde venden los tickets cuando llegas al pueblo de amanecida. Como es fin de semana, habitualmente los lugareños holgan al amor de sus chimeneas y como el bar no tiene parroquianos, pues abre tarde. El Ayuntamiento está cerrado, al igual que la panadería. Harto de perder el tiempo te metes por la pista con el busca y captura clavado en la nuca, es una sensación de regodeo furtivo, con la permanente amenaza del temor a ser descubierto bajo un toldo glorioso de lluvia amarilla. No eres el cazador que busca la espalda de su presa prohibida, no, eres un puto setero sin más armas de destrucción masiva que una triste navaja que no sabe de homicidios. Aún así, la zozobra del cuándo serás sorprendido  no te deja ver el motivo de tu emboscamiento y pasas de largo junto a un Edulis que está pidiendo a gritos dejar de ser huérfano. No, no es sano tanto frenesí, más cuándo llega al fin un forestal  y te pilla infraganti con media docena de hydnum repadnum — al que llaman lengua de vaca— y te dice qué pasa contigo. En fin, un drama. Pienso yo si no sería más fácil instalar a partir de media mañana un control a la salida del pueblo que comprobara las cestas que vuelven y cobrara en consecuencia la tasa que se pretende inevitable.
    Todo este convoluto tiene al parecer otros motivos. De nuevo dentro de la oferta y demanda, por si se les había olvidado. Parece ser que en ciertos lugares, algunos guardas forestales, que suelen ser habitantes del mismo pueblo, venden a los restaurantes de la zona las setas que ellos recogen, con el previsible celo en la persecución de los furtivos que les quitan su tesoro y en claro incumplimiento de varias leyes, entre ellas las que penalizan los abusos de funciones y las que protegen la salud a través del control sanitario alimentario en la venta y manipulación de setas, y cuyas normativas estrictas deben cumplir los comerciantes en esa actividad, amén de las fiscales, naturalmente
    Siempre se ha dicho que nadie le pone puertas al campo y también se dice que el monte es de todos, pero ambas proclamas son mentira. A ver si a alguien no se le ocurre poner cupos de entrada y acabara ocurriendo como en algunas ciudades en las que se circula cuando  toca. Total, que al final, todo un gran tinglado para que algunos insensatos se mueran literalmente por comer la especie equivocada (que se parecía tanto a las que tenía la frutería de su barrio) y para que otros se piensen que todo el monte es orégano.
    Ni el aire libre es ajeno a  la contaminación mental de este país.