En las inmediaciones del Pantano de la Peña se respira tanta quietud que es como si el tiempo se hubiese detenido, pues es difícil sustraer al espíritu de la calma que como un bálsamo atempera y sosiega todos los instintos. Esta afirmación no es gratuita pues quien la hace, ha tenido tiempo, años ya, para confirmar lo que se siente desde el momento que se traviesa el pequeño túnel en la presa y cruza el viejo puente de arcos metálicos. Un lago dormido, reposado, de lomo laxo, nos recibe y el aire ya huele diferente; es casi seguro el vuelo de una pareja de milanos negros que acudirá a dar la bienvenida o quizá es que simplemente viven allí y en el momento que desvías tu camino de la carretera nacional pocos ruidos distraerán la mente. Solamente las suaves montañas de la Sierra Caballera, con el Pusilibro como vigía mayor, darán una pequeña muestra de aislamiento, aislamiento casi exigido por los pocos que por allí transitan y la vista tirará monte arriba por los bosques de pinos y quejicos, como una cabra más buscando espliego.
He navegado muchas veces esas aguas y encallado también en sus lodos, pues no es gran reserva la de agua que se guarda, pero sí suficiente para sentirse dueño de lo imposible, amigo de lo extraordinario y piloto de barcos de piratas imaginarios y ribereños, con peces que te comen en la mano de puro mansos y cebados con el pan por tanto tiempo. Allí viven, desafiando al presente sin contar con el futuro, gentes que aprecio y reverencio; el guarda Javier y su familia; los señores Alava con achaques y bravuras de tercera edad; Blas y su clan de miembros sin mácula;
hasta hace poco Mari, la del famoso Restaurant El Jabalí, a quien la muerte se le llevó el paquete de tabaco; tantos y tan pocos, pues no se cuentan con muchos dedos los habitantes de ese SangriLa, pero suficientes para confortar por los malos momentos y los peores tragos.
Ya tengo elegido el árbol que cobijará mis pasados, un roble fuerte y desarrollado, no quiero otro sitio para descansar gozando de la mirada que escale La Chuata o que añore, por lejanas, las cumbres de Santo Domingo. Juníperos y coscojas serán mi lecho; el viento de poniente mi mortaja. Pero mientras ese día incierto llegue a voluntad del barquero Caronte disfruto de lo escaso que se convierte en sublime por no tener valor material, habida cuenta que el olor de un romero vale más que el mas caro perfume y un minuto de paz, más que toda una vida sin destino.
Sobre la caminata a Riglos, por conocida, hablaré poco. Solamente que conforme se asciende desde Escalete por suelos tapizados de erizón, las amarras se sueltan poco a poco y el cielo sale a recibirte por entre las agujas de roca en las que todavía mares remotos enseñan sus arenas y algún trilobite. Hasta allí llegó el gran sunami, la gran ola que desgajó la tierra para levantar el inmenso muro de montañas más al norte, que en su último temblor acabó de pronto su estallido en paredes que marcaron la frontera con el llano y ahí están, como fachadas ciclópeas, ehxaustas porqué todavía tenian recorrido por transformar pero les faltó la fuerza para llegar al Ebro.
Mallos, moles,castillos de piedra y arenisca. Mallos de RIGLOS, donde se llega despues de verles las plumas a los buitres. Fin de la senda. Principio de lo mágico.
fotos. E.Mateo Otto
texto. E. Mateo Otto