lunes, 23 de agosto de 2010

AMOR SIN TRADICION. Relato.

La noticia corrió como un reguero de casa en casa, aunque el pueblo era tan pequeño que no tardó casi nada en ser conocida por todos.

Las gentes humildes miraban de reojo la casona de los Meraos, en la que los caciques de aquel lugar, rodeado de viñas de tierra roja, vivían desde que la memoria recuerda, e imaginaban la situación por la que debían de pasar en la familia, dueña absoluta de vidas y haciendas, pero temida y respetada, pues no en vano, lo que les ocurriera a ellos influiría en el acontecer diario de todos los demás, con la resignación del pobre que calla pero sufre, asumida su condición de arrendatarios sin más derechos que el trabajo carente de recompensa.

Don Sebito, primogénito de Don Eusebio, se iba a casar, cosa esperada por los siervos, tanto por los fastos como por la retirada del viejo amo que supondría, al menos eso esperaban, un cambio en las costumbres que los ligaban a un linaje déspota y soberbio, pues Sebito era un joven que se preocupaba por ellos, aliviando, siquiera un poco, las condiciones de vida que su padre se esmeró en endurecer con relación al anterior patriarca, abuelo del amo joven, que también se llamó Don Eusebio, al que Dios confunda, como se decían en voz muy baja, no fuera a ser que su espíritu les oyera maldecirlo.

Pero la noticia que les cayó encima como las pedregadas que asolaban las cosechas de tanto en tanto, arruinando vendimias y trayéndoles deudas que los señores, los Meraos, les cobraban a perpetuidad, no hablaba de buenos tiempos, sino de todo lo contrario.

Se casaba, pero no con la joven que la familia había decidido, una rica heredera de una comarca más al norte. Según les habían contado gente empleada en la Casa, bien informada pues lo escucharon con sus propios oídos, el amo joven quería a una mujer del pueblo de arriba, de humilde cuna por añadidura, que suponía la peor afrenta posible ya que desde siempre, los de Arañones de Abajo despreciaban a los de Arañones de Arriba y estos odiaban a aquellos, demostrándose ambos pueblos la inquina en cuantas ocasiones se encontraban, bastante frecuentes por otro lado al compartir cercanía y caminos, así como pagos e inclemencias del mismo río.

En la sala despacho, Don Eusebio se encontraba sentado en el sillón en el que sus antepasados cavilaban sobre sus cosas en soledad, rodeado de viejos manuscritos que se iluminaban con los rayos del sol que se colaban por los grandes ventanales. Fumaba una pipa y su gesto, adusto y contrariado hasta el extremo, le daba el aspecto de un viejo león que se siente acorralado. Había mandado llamar a su hijo, en el que había puesto todas sus ilusiones para mantener una hacienda fuerte y poderosa, productora de buenos vinos que se vendían en tierras lejanas, respetada en la región y regida con mano de hierro, como era necesario.

Su hijo… y espantó con las manos a una imaginaria comprensión por su causa.

Llamaron a la puerta y antes de que pudiese contestar, una figura altiva se plantó delante de él, como desafiándolo. Este gesto le encrespó y miró a los ojos del hijo que se atrevía a plantarle cara al padre.

-Maldita sea, Sebito. ¿Cómo te atreves a desobedecerme? ¡Ingrato!- casi le gritó a modo de saludo.

Su corazón le dolía en la misma medida en que su mente adoraba al joven que era todo para él, pero no se dejó llevar por los sentimientos.

-No te atrevas a decidir tu destino pues va unido a esta familia, a su nombre, a su tradición. Eres un Merao y estás obligado a unas normas, como lo estuve yo y antes de mi, todos los que nos precedieron. Te casarás con quien debes, nunca con esa pueblerina apestosa. Es mi última palabra-

Su voz, carente de piedad, tronó en aquella sala desde donde se contemplaban los viñedos.

-No es ninguna apestosa, Padre- respondió con tono firme el hijo- La quiero y será mi mujer. Con o sin tu permiso-
Las espadas quedaron en lo alto. En el patriarca, un temblor sacudió el labio inferior que se propagó en el rostro y un rictus de ira asomó por sus ojos.

-¡Fuera! ¡Fuera de aquí, de esta casa! Ya no eres mi hijo. Te desheredo de por vida-

Lucia se llamaba la joven y con Sebito, ya su marido, se fueron a vivir a una casita que en vida de la madre de éste le había donado para que pudiese montar sus correrías de adolescente. Tuvieron tres hijos en los tres años siguientes. Toda la familia, sus hermanos, sus tíos, primos y allegados les dieron la espalda. La única ayuda la recibieron de la abuela Apolonia, una centenaria que tenía los redaños suficientes para ignorar la orden del hijo, pero no con la suficiente influencia para poder desautorizarlo. Les hacía llegar víveres para alimentar a los pequeños aunque a la mujer del nieto, Lucia, no la aceptó nunca porque a Apolonia tampoco le gustaban los de Arañones de Arriba. A Sebito le regaló una viña de dos hectáreas para que pudiese comenzar de nuevo, aunque ante la falta de medios, los dos jóvenes se plantearon vender la casa y la viña para irse a la ciudad y emprender una nueva vida, lejos de aquel ambiente enrarecido que les obligaba a cruzarse por las calles del pueblo con sus familiares, sin que les dedicaran una mirada. Los aparceros, temerosos de la ira de Don Eusebio, evitaban la conversación en lo posible, nunca más allá de lo imprescindible, con el que iba a ser el amo sin llegar a serlo, pero a Lucia le demostraban su desprecio en cualquiera de las maneras a su alcance. Al niño mayor, de tres años, el primogénito de la estirpe, Eusebín, le miraban con cariño servil, porque nunca estarían seguros de que no fuera a ser el heredero algún día.

En aquellos tiempos duros, se cernió sobre el país una guerra colonial y oleadas de mozos con sangre fresca fueron llamados a filas para engrosar las listas de caídos por la Patria. Los campos se despoblaron de mano de obra y el desánimo se instaló en las cepas en forma de uvas sin recolectar, como mosto estéril para las avispas.

En la casona de Los Meraos, la vida se ralentizó y Don Eusebio echaba de menos a su hijo, que en esas circunstancias hubiera podido guiar la hacienda hasta que la tormenta de la guerra pasara, pero su orgullo y el del hijo, levantaron un muro insalvable que los mantuvo separados.

Aquella mañana, una carta del Ministerio de la Guerra aterrizó en la casita de Lucía y Sebito.
Cuando iban a abrirla, la angustia de saber que el reclutamiento era inminente les mordió el corazón pero conforme leía, el rostro del joven se fue iluminando y al terminar lanzó una carcajada a la vez que se abrazó a su mujer.

-¡Me licencian, Lucia! -Le dijo eufórico- ¡No voy a Africaaaa! Nuestros hijos me han salvado-

Quiso el destino que Sebito, el amo joven, el esperado por sus peones, el digno, pudiera evitar dejar solos a su mujer e hijos, que hubiese significado un final incierto para ellos, porque tampoco a Lucia le estaba permitida la entrada en su pueblo al unirse a uno de Arañones de Abajo. Pero como la fatalidad no entiende de circunstancias, la desgracia se cernió sobre la familia de proscritos de un modo que nadie pudo presentir.

Para celebrar su suerte, Sebito salió camino de la taberna. Se bebió una botella de anís y cuando volvía a casa con una respetable borrachera, se encontró mal y mareado se derrumbó en tierra. A pesar de ello se sintió seguro y se dijo a si mismo que del suelo no pasaría, dejando que el sopor le durmiera, con las estrellas como mantas. El relente asesino de la madrugada invernal, se encargó de transportarle a los viñedos de sarmientos desnudos donde vela la muerte.

La viuda, de apenas veinte años, emigró a la ciudad con sus tres hijos donde trabajó repartiendo pan, que arrastraba en un carro, al amanecer, puerta a puerta, buscando quizá a su marido detrás de cada esquina.

Su primogénito, Eusebin, pasados los años, tuvo también un hijo al que llamó Eusebio, que jamás conoció Arañones de Abajo ni Arañones de Arriba. No quiso verse las caras con aquellos, o sus descendientes, que prefierieron valorar más donde se nace a como se siente. Fue su venganza.


AMOR SIN TRADICION.
Eugenio Mateo.
todos los derechos reservados


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