Subió a un tren en una vieja estación de la meseta; ése mismo tren lo depositó en otra que olía a humo pero también a mar. Durante el transcurso entre uno y otro lugar ocurrieron cosas. Muchas cosas.
Nunca están claros los verdaderos motivos por los que la gente se sube a un tren; ocurre que pueden ser tantas las razones, que cuesta aplicarles el nombre debido.
Por obligación. Por simple capricho. Por curiosidad. Por huir. De cada una de estas básicas razones pueden derivarse tantas otras como circunstancias influyan en cada individuo, en cada momento y en cada etapa de su existencia. Así, podemos convenir que las razones de viajar en tren son de exclusiva potestad de la persona y sólo ésta sabe porqué lo hace. Lo único inapelable es que la realidad del tránsito es tan inmensa como la distancia que lo separa, aunque ésta sea de inmediata cercanía.
En la historia que me contaron, el protagonista fue viajero por desconocimiento. Es difícil de entender esta causa, que podría llamarse por involuntariedad, pero tal y como ocurrió, la cuento.
El tren estaba a punto de partir, justo, cuando el primer pié se posó sobre el estribo; cuando el segundo, todavía en el aire, iba a unirse con el otro, el andén fue quedando atrás poco a poco. Estos pies pertenecían a un hombre que agarrado a la puerta del vagón, a duras penas, vio como aquel convoy tiraba de él hasta que la estación quedó reducida a un espejismo.
Se internó en el vagón en busca de un asiento libre. No le fue fácil encontrarlo. Al final desistió y se apoyó en la ventanilla. Se puso a observar como los campos, yermos, discurrían ante él yendo a desaparecer al compás del traqueteo. Debieron pasar lentos los minutos pero enseguida se cansó de estar de pie y echó de menos una cabezada. Recorrió de nuevo los pasillos y finalmente en un compartimento observó que dos viajeros ocupaban el sitio de tres. Entró y disculpándose se situó entre ellos, lo que obligó a uno de ellos a retirar un bolso y al otro a replegar las piernas, con sendos bufidos de fastidio, pero el hombre no dijo nada, satisfecho de lograr su objetivo.
El sueño lo rescató de sus pensamientos. No había pasado mucho rato cuando una voz lo sacudió.
-billete, por favor-
Un revisor le miraba con frialdad cortés. El hombre no se movió, ni siquiera manifestó emoción alguna, por lo que al cabo de un par de segundos, el revisor volvió a repetir su exigencia.
-Enséñeme su billete, señor-
El viajero balbució.
-Perdone, ¿qué billete?
Algo debió de ver el funcionario en su expresión que abandonó el compartimento ante la mirada divertida de los otros. Se acercó a la cabina del conductor y le pidió que llamase a la estación más cercana para que la policía se hiciera cargo del caso de un viajero, que en su opinión, presentaba claros signos de desorientación mental por la manera de comportarse. Volvió atrás y el hombre seguía mirando el paisaje con mirada perdida. Le habló:
-¿Puedo ver su documentación?-
Pero el otro ni le miró. Continuaba con esa expresión que lo mantenía totalmente al margen de lo que estaba ocurriendo.
-¿Cómo se llama?- le puso la mano en el hombro.
Entonces, el hombre, presa de un súbito impulso, se revolvió y agarrando la mano que tenía en su hombro, la retorció con rabia, sorprendiendo al pobre revisor, que no pudo reprimir un grito de sorpresa con algo de miedo.
A partir de ahí la situación se revolucionó. El hombre se levantó y apartando con furia al revisor se lanzó al pasillo, perseguido por éste y algunos viajeros. Lo atraparon en el siguiente vagón y con ayuda de otros empleados de la compañía ferroviaria, lo redujeron no sin dificultad, pues el hombre demostró una fuerza poco usual, fruto de la enajenación. El tren llegó, al poco rato, a una estación en la que la policía estaba esperando con un equipo médico y una ambulancia.
Entre todos se hicieron cargo del viajero, que más calmado, les miraba entre sorprendido y asustado. Le administraron algún sedante, visto lo ocurrido en el tren. Después de un corto trayecto, llegaron a un hospital comarcal. En un rápido cacheo comprobaron que no llevaba ninguna documentación encima, ni dinero, ni un simple papel, pero no consiguieron sacarle palabra alguna sobre su identidad. Después de varias pruebas llegaron a la conclusión que el hombre sufría desorientación espacial a la vez que un síndrome de amnesia temporal, desconociendo las razones, obviamente, que lo habían llevado a subirse a aquel tren.
La maquinaria policial se puso en marcha y fotos del sujeto fueron enviadas a todas las comisarias y comandancias del país, a la espera que alguien lo identificara y reclamara. Mientras, tumbado en su cama y vigilado por un agente, el hombre musitaba palabras que nadie entendió. Parecía que un nombre quería abrirse paso en el galimatías de su mente, pero su estado de shock le lastraba al recuerdo como una losa que lo mantenía sumergido en un mar sin corrientes.
Al cabo de dos días aparecieron los primeros vestigios de sus huellas.
Al parecer, desde una ciudad de la costa, se confirmó su ficha con los datos completos. A través de éstos se localizaron a algunas personas que lo reconocieron, vecinos y amistades, pero no tenía familia aunque todos coincidieron que mantenía una relación de muchos años con una mujer, a la que finalmente se localizó.
Interrogada ésta, después de un titubeo inicial, confesó que efectivamente era su pareja pero que lo habían dejado hacía poco y que no quería saber nada de él. Como esta declaración no pareció suficiente, le exigieron más detalles que no tuvo más remedio que dar a los agentes. Al final, el caso quedó aclarado.
Resultó que la pareja estaba de vacaciones cuando por motivos desconocidos se produjo una violenta reacción en el hombre contra la mujer. Esta, ofendida en su más hondo interior, decidió responder a la agresión verbal tomando su coche y abandonando en aquella ciudad a ese hombre que la maltrató sin causa alguna, dando por seguro que él volvería por sus medios hasta el pueblito costero donde vivían ambos. Aunque sospechaba de su bipolaridad, nunca pensó que tuviese esa reacción, que simplemente confirmaba que de cordura andaba escaso.
Preguntada si quería ir a recogerle, dijo que no, insistiendo que no quería sufrir más por su culpa. Les confirmó su dirección e incluso amplió datos sobre amigos que a buen seguro podrían hacerse cargo de él.
Los médicos que lo atendían sugirieron que no se le podía devolver a su entorno todavía, aunque como varios amigos del paciente se personaron para recogerle, no pusieron pegas, insistiendo que se le debía de tratar de una profunda depresión en su lugar de residencia, denominando al suceso como locura transitoria por efecto emocional.
De vuelta en un tren, acompañado de dos de sus mejores amigos, sintió una calma especial cuando a través de la ventanilla vio el mar.
Recordar lo sucedido le hizo daño pero supo que su desesperación se curaría con el tiempo, aunque dudó, porque la quería tanto que vivir sin ella se le antojaba imposible. Era un adulto y se suponía que los adultos no saben volverse locos de amor para siempre, sólo están locos sin saberlo y él lo estaba, algo que parecía evidente. Ahora lo sabía porque se jugó lo que más quería por un calentón inexplicable que dejó al descubierto su lado oscuro.
SU LADO OSCURO.
Por Eugenio Mateo
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