Según se cuenta todavía en conspicuos corros, hubo un país con interminables secanos y montes chaparrudos donde, desde siempre, el viento soplaba permanente desbocado y era sufrido por sus gentes como una condena asumida, que a veces se cobraba días en blanco y les regalaba la atmosfera mas pura pero volvía de nuevo con saña para colarse por cualquier resquicio y azotarles.
También cuentan que a aquel país arribó el progreso y al socaire nacieron mil y un nuevos negocios que en el nombre de unos pocos vinieron a tomar posesión del paisaje como si fuera suyo. Empresa de poderosos fue domar al viento y para ello sustituyeron los árboles que no había, pero que debía de haber habido, por troncos de acero con brazos de gigante, como en las alucinaciones del Quijote.
Cambió la faz del campo. Hasta donde los ojos pueden volar, alineadas formaciones se hicieron horizonte, esparciendo en el girar de sus guadañas un halo de amenaza. Al final, no quedaron horizontes donde perseguir un sueño.
Dicen que un día, el cierzo, cansado e irritado de tantos regates fallidos, decidió no volver nunca al país de los molinos y se fue a cabalgar sobre olas y dunas a través de bosques animados y ramas complacientes. Incrédulos al principio, los resignados habitantes se vieron indultados de repente del secular castigo. Incrédulas, detuvieron sus aspas las enhiestas torres, sin briznas de brisa para empujarlas.
Pasó el tiempo y el óxido herrumbró las tripas de los monstruos sembrando con su chatarra los páramos. Colonias de cigüeñas anidaron en lo alto; bandadas de grajos hacían equilibrios sobre los afilados bordes de la guillotina; las madreselvas y los zarzales escalaron las inútiles atalayas. El olvido cayó sobre los parques eólicos y el capital huyó a otros pagos para atrapar nuevos aires.
Los más viejos recuerdan aún como batía el cierzo al revolver una esquina; los más jóvenes no saben por qué los horizontes están llenos de hierros viejos con forma de ventilador; los de siempre, callan, como siempre.
Eugenio MATEO
También cuentan que a aquel país arribó el progreso y al socaire nacieron mil y un nuevos negocios que en el nombre de unos pocos vinieron a tomar posesión del paisaje como si fuera suyo. Empresa de poderosos fue domar al viento y para ello sustituyeron los árboles que no había, pero que debía de haber habido, por troncos de acero con brazos de gigante, como en las alucinaciones del Quijote.
Cambió la faz del campo. Hasta donde los ojos pueden volar, alineadas formaciones se hicieron horizonte, esparciendo en el girar de sus guadañas un halo de amenaza. Al final, no quedaron horizontes donde perseguir un sueño.
Dicen que un día, el cierzo, cansado e irritado de tantos regates fallidos, decidió no volver nunca al país de los molinos y se fue a cabalgar sobre olas y dunas a través de bosques animados y ramas complacientes. Incrédulos al principio, los resignados habitantes se vieron indultados de repente del secular castigo. Incrédulas, detuvieron sus aspas las enhiestas torres, sin briznas de brisa para empujarlas.
Pasó el tiempo y el óxido herrumbró las tripas de los monstruos sembrando con su chatarra los páramos. Colonias de cigüeñas anidaron en lo alto; bandadas de grajos hacían equilibrios sobre los afilados bordes de la guillotina; las madreselvas y los zarzales escalaron las inútiles atalayas. El olvido cayó sobre los parques eólicos y el capital huyó a otros pagos para atrapar nuevos aires.
Los más viejos recuerdan aún como batía el cierzo al revolver una esquina; los más jóvenes no saben por qué los horizontes están llenos de hierros viejos con forma de ventilador; los de siempre, callan, como siempre.
Eugenio MATEO
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