LOS NIÑOS DE MORELIA HAN VUELTO
Por Eugenio Mateo
Las neblinas matutinas se resistían a evaporarse y lamían las boscadas de la sierra con lenguas de jirones grises. El pueblo recuperaba la silueta perdida la otra noche y la mañana afloró por las primeras chimeneas humeantes.
La calma se volcó de repente en un estruendo que vino acompañando a un flamante autobús que como un elefante en una cacharrería invadió sin contemplaciones aquella burbuja atemporal deteniéndose a la orilla de la carretera, justo enfrente de una casona donde un cartel anunciaba que allí se vendía pan.
Como de una carroza de hierro fueron bajando en impaciente desembarco unos ancianos venerables portadores de una curiosidad que les rebosaba por los ojos y enfilaron en tropel hacia el caminillo que llevaba al horno con una excitada algarabía. Hombres y mujeres que tendrían siete décadas de difícil transcurrir por veredas intrincadas y con la vida pesándoles más a cada instante.
Yo me encontraba en el minúsculo despacho simple y austero que tenía impregnado el olor amable y ancestral de la masa de harina cocida. Como cada mañana y madrugador me gustaba comprar el pan recién hecho y caliente; la charla con Jesus, el panadero,también formaba parte de la liturgia ordinaria pero en esa mañana casualmente quien servía era Carmen, su mujer. Me estaba despidiendo, cobijando el cálido bulto bajo el brazo cuando el sonido de voces viniendo hacia nosotros me obligó a mirar por la ventana sorprendido por la presencia humana a aquella hora y sobre todo por la aparente cantidad de recién llegados.
No me dio tiempo a escapar. Se abrió la puerta y la avalancha me sepultó contra el mostrador cerrándome la salida.
Como no cabíamos todos en el estrecho habitáculo, los de fuera empujaban a los de dentro y no sé porqué , la escena me recordó a los Hermanos Marx en el camarote, pero me chocó más el acento charro que traían bailando en sus palabras.
Protegida por el mostrador que formaba un dique, una noble alacena de madera mostraba su propuesta con formas de hogazas de lomos tostados y promesas de mordiscos crujientes. Sus efluvios atrajeron miradas de reencuentro.
¡àndele!- una voz de mariachi jubilado ascendió sobre el resto de murmullos. ¡Guadalupe lindo! ¡todito en este lugar esta bendito!
¡ Bendito, bendito! corearon los demás al tiempo que un bosque de manos se levantó pidiendo pan.
Con un reflejo miré a Carmen. En su rostro pude presagiar surcos de zozobra.
Ella mantenía el ritmo acostumbrado de servir y cobrar con parsimonia pero las prisas de estos abuelos meteóricos le mareaba, con lo que lejos de animarla al brío le ralentizó.
Algunos probaron suerte fuera y a través de un mar plateado de cabezas miré por la ventana para verlos caer, como una bandada de estorninos, sobre el magnifico cerezo que a esas horas mantenía el rocío en sus tesoros de rojo pasión. Entonces la panadera giró la cabeza y contempló con inusitada sorpresa el expolio. No reprimió un rediós mientras se dirigía directamente hacia el cerezo que estaba pidiéndole socorro.
Desde la tahona pudimos verla correr con los brazos como aspas giratorias espantándoles y ante la desbandada en retirada de los pajaritos les tiró unas cuantas pedradas con formas de alarido que consiguieron mantenerles quietos a unos pasos mas allá del árbol indefenso. La mujer volvió dentro, detrás del mostrador y le fue creciendo en los labios un temblor imperceptible que acabó asomando por sus ojos con filo de sable a la vez que desde la tripa se le desbocaba la furia montañesa.
-¡ Pero qué prisa traen estos abuelos y quien les da derecho a robarme las cerezas!-
-esto sa`cabao ahora mesmo o cierro y voyme a casa-
-si quieren comprar pan se me ponen en fila afuera y van entrando de uno en uno ¿ansina? – como toquen el cerezo les suelto el perro-
Puso un cartel en sus ojos de no estar de broma. Todos fueron saliendo. Como consecuencia pude al fin recuperar mi espacio vital perdido junto con el resuello.
-No te preocupes – le dije – me voy a quedar fuera a vigilar a esta cuadrilla pero me haría falta una porra.-
Carmen me sonrió a través de su mirada.
Cuando por fin salí lo primero que hice fue respirar con ansia de asmático. Quise tragar la mañana entera. Me pude abrir paso a través de una fila desordenada y tumultuosa hasta llegar al pie del árbol. Una señora con cara de niña arrugada me miró masticando cerezas. - Buenos días señora – le sonreí
Ella se acercó entrañable.- Buenos días mi hijito -
Disculpe mi atrevimiento pero ustedes son mejicanos ¿ verdad?
Respondió con voz de corrido.- Claritito, Mexicanos, pero también somos españolitos.-
Me adivinó la sorpresa antes de que asomara en mis ojos.
Toditos hemos nacido en este país lindo pero ninguno conocemos nuestra patria, no más- dijo llevándose a la boca, pícara, otra cereza.- Somos los chavitos de la guerra a los que la República evacuó muy lejos para proteger nuestra infancia del horror pero se nos cortó a la vez el cordón umbilical que nos unía a lo nuestro para trasplantarnos como esquejes en un país que empezaba en Veracruz. Eramos cuatrocientos cincuenta y uno los que aquel día arribamos en un barco que se llamaba “Mexique” allá por mil novecientos treinta y siete.
- ¡Virgencita de Chiapas! cuanto tiempo ya -
Le dolió la memoria en forma de gotas en sus ojos y en la cara apareció el recuerdo que venía acunando desde casi toda la vida. Me impresionó su emoción contenida por la dignidad. La cola del pan discurría tan lenta como la panadera atendiendo.
Parecía que el tiempo había detenido sus latidos; la voz de la anciana me rescató.
- Yo tenía diez años y llevaba siempre al cuello el pañuelo que me dio mi papá al despedirnos en Burdeos. Era bastante alta para mis años y tenía el cabello cortado a lo chico. Durante mucho tiempo eché de menos a mis papás y mi casita en Robres se fue borrando en mi memoria sin querer, con sufrimiento que no imagina ,señor – y calló, naufragando por oscuras corrientes pero al poco volvió a tocar tierra y se le dulcificó la voz. – Nos recibieron miles de personas al llegar a Morelia, en la provincia de Michoacán . Eramos chamacos y nos creímos héroes ante tantas banderitas y con la música de las bandas acompañando al roce de los bultos que portábamos. Nos hicieron muchas fotografías y hasta el Presidente Cárdenas nos vino a recibir y nosotros no supimos si reír o llorar mientras otros daban vivas a México y a la Republica Española. Pero cuando todo aquello acabó y fueron pasando los días fue peor porque los más pequeños lloraban a todas horas y los talluditos tuvimos que cuidar de ellos y ser sus mamás o papás. Tiempos duros que fueron cerrando puertas y abriendo nuevas ilusiones.
Ahorita acá estamos . Un Gobierno nos lleva y setenta años después otro Gobierno nos trae para que veamos lo que perdimos antes de morirnos.- le salió el sarcasmo sin ensayo.
Habíamos llegado , a pasitos , sin darnos cuenta, a la puerta de la panadería y la ví entrar dispuesta como una niña de comunión a recibir el pan de sus mayores pero antes se volvió para dedicarme una tierna sonrisa y un encargo – Recuérdenos para siempre, somos los niños de Morelia-
El pan que llevaba bajo el brazo ya estaba frío . No había reparado que la mañanada estaba fresca así que desanduve el camino para llegar hasta el autobús que esperaba en la cuneta con el motor en marcha. Hice un amago de saludo al chofer y a la guía que con gestos impacientes reclamaban a las excursionistas pero me pudo más la curiosidad y les pregunté a donde iban. – A San Juan de la Peña- dijeron con amabilidad.
La chica, la guía, más dispuesta, me contó que este era un viaje organizado por el Ministerio de Asuntos Exteriores y que recorría los lugares más significantes de la región para mostrar a aquellos señores que venían de Mejico, la Historia y la realidad
de España, a la que habían tenido que abandonar por la Guerra Civil. También me dijo que el Estado les había invitado a quedarse en el país, si así lo deseaban, que los había visto nacer y que estos ancianos eran los últimos valientes que se llevarán nuestra memoria.
Fueron llegando los susodichos cada uno con un pan o con tortas de anís o con las dos cosas y las manos blancas de harina pues la panadera ni se los había envuelto. Agradecí a la muchacha su atención y a la señora, con quien crucé nuevamente la mirada, le dediqué un beso con los dedos pero ella se movió a mi lado y me dejó un beso en la mejilla que me hizo temblar como a un chiquillo.- Larga vida –dije conmovido y cuando todos hubieron subido a bordo y cerrado las puertas el mastodonte mecánico, me quedé parado y levanté mi mano para decir adiós.
Por las ventanillas unas caritas de niños viejos me miraron con la nariz pegada al cristal al tiempo que una manitas, como mariposas blancas, se fueron alejando con suaves vuelos de despedida. La distancia, poco a poco, consiguió desdibujar sus ojitos.
Recuperé los pasos de mis hábitos que me condujeron al encuentro con el café con leche que la siempre antigua cafetera de Luis todavía era capaz de bordar. En ese instante el mundo cotidiano me recibió en las caras de los pocos parroquianos que como cada mañana apuraban su primer consumición antes del tajo.
En ese instante, Javier se alejaba en cada pedalada, camino del huerto.
En ese instante, en la forja de Mariano se reanimó la llama para domar al hierro
En ese instante Blas desató a su perro y apuntó con prisa a una torcaz sin suerte.
En ese instante, las manos de Miguel mancharon de cemento seco unos planos.
En ese instante la sirena de la serrería descargó un pitido de advertencia.
En ese instante el tren, recién llegado a la estación, silbó con un hasta luego.
En ese instante una pareja de buitres surcó la sierra sin batir las alas.
También en ese instante, la niña del autobús volvió a pensar en Morelia.
FIN. 10/2003
.
Por Eugenio Mateo
Las neblinas matutinas se resistían a evaporarse y lamían las boscadas de la sierra con lenguas de jirones grises. El pueblo recuperaba la silueta perdida la otra noche y la mañana afloró por las primeras chimeneas humeantes.
La calma se volcó de repente en un estruendo que vino acompañando a un flamante autobús que como un elefante en una cacharrería invadió sin contemplaciones aquella burbuja atemporal deteniéndose a la orilla de la carretera, justo enfrente de una casona donde un cartel anunciaba que allí se vendía pan.
Como de una carroza de hierro fueron bajando en impaciente desembarco unos ancianos venerables portadores de una curiosidad que les rebosaba por los ojos y enfilaron en tropel hacia el caminillo que llevaba al horno con una excitada algarabía. Hombres y mujeres que tendrían siete décadas de difícil transcurrir por veredas intrincadas y con la vida pesándoles más a cada instante.
Yo me encontraba en el minúsculo despacho simple y austero que tenía impregnado el olor amable y ancestral de la masa de harina cocida. Como cada mañana y madrugador me gustaba comprar el pan recién hecho y caliente; la charla con Jesus, el panadero,también formaba parte de la liturgia ordinaria pero en esa mañana casualmente quien servía era Carmen, su mujer. Me estaba despidiendo, cobijando el cálido bulto bajo el brazo cuando el sonido de voces viniendo hacia nosotros me obligó a mirar por la ventana sorprendido por la presencia humana a aquella hora y sobre todo por la aparente cantidad de recién llegados.
No me dio tiempo a escapar. Se abrió la puerta y la avalancha me sepultó contra el mostrador cerrándome la salida.
Como no cabíamos todos en el estrecho habitáculo, los de fuera empujaban a los de dentro y no sé porqué , la escena me recordó a los Hermanos Marx en el camarote, pero me chocó más el acento charro que traían bailando en sus palabras.
Protegida por el mostrador que formaba un dique, una noble alacena de madera mostraba su propuesta con formas de hogazas de lomos tostados y promesas de mordiscos crujientes. Sus efluvios atrajeron miradas de reencuentro.
¡àndele!- una voz de mariachi jubilado ascendió sobre el resto de murmullos. ¡Guadalupe lindo! ¡todito en este lugar esta bendito!
¡ Bendito, bendito! corearon los demás al tiempo que un bosque de manos se levantó pidiendo pan.
Con un reflejo miré a Carmen. En su rostro pude presagiar surcos de zozobra.
Ella mantenía el ritmo acostumbrado de servir y cobrar con parsimonia pero las prisas de estos abuelos meteóricos le mareaba, con lo que lejos de animarla al brío le ralentizó.
Algunos probaron suerte fuera y a través de un mar plateado de cabezas miré por la ventana para verlos caer, como una bandada de estorninos, sobre el magnifico cerezo que a esas horas mantenía el rocío en sus tesoros de rojo pasión. Entonces la panadera giró la cabeza y contempló con inusitada sorpresa el expolio. No reprimió un rediós mientras se dirigía directamente hacia el cerezo que estaba pidiéndole socorro.
Desde la tahona pudimos verla correr con los brazos como aspas giratorias espantándoles y ante la desbandada en retirada de los pajaritos les tiró unas cuantas pedradas con formas de alarido que consiguieron mantenerles quietos a unos pasos mas allá del árbol indefenso. La mujer volvió dentro, detrás del mostrador y le fue creciendo en los labios un temblor imperceptible que acabó asomando por sus ojos con filo de sable a la vez que desde la tripa se le desbocaba la furia montañesa.
-¡ Pero qué prisa traen estos abuelos y quien les da derecho a robarme las cerezas!-
-esto sa`cabao ahora mesmo o cierro y voyme a casa-
-si quieren comprar pan se me ponen en fila afuera y van entrando de uno en uno ¿ansina? – como toquen el cerezo les suelto el perro-
Puso un cartel en sus ojos de no estar de broma. Todos fueron saliendo. Como consecuencia pude al fin recuperar mi espacio vital perdido junto con el resuello.
-No te preocupes – le dije – me voy a quedar fuera a vigilar a esta cuadrilla pero me haría falta una porra.-
Carmen me sonrió a través de su mirada.
Cuando por fin salí lo primero que hice fue respirar con ansia de asmático. Quise tragar la mañana entera. Me pude abrir paso a través de una fila desordenada y tumultuosa hasta llegar al pie del árbol. Una señora con cara de niña arrugada me miró masticando cerezas. - Buenos días señora – le sonreí
Ella se acercó entrañable.- Buenos días mi hijito -
Disculpe mi atrevimiento pero ustedes son mejicanos ¿ verdad?
Respondió con voz de corrido.- Claritito, Mexicanos, pero también somos españolitos.-
Me adivinó la sorpresa antes de que asomara en mis ojos.
Toditos hemos nacido en este país lindo pero ninguno conocemos nuestra patria, no más- dijo llevándose a la boca, pícara, otra cereza.- Somos los chavitos de la guerra a los que la República evacuó muy lejos para proteger nuestra infancia del horror pero se nos cortó a la vez el cordón umbilical que nos unía a lo nuestro para trasplantarnos como esquejes en un país que empezaba en Veracruz. Eramos cuatrocientos cincuenta y uno los que aquel día arribamos en un barco que se llamaba “Mexique” allá por mil novecientos treinta y siete.
- ¡Virgencita de Chiapas! cuanto tiempo ya -
Le dolió la memoria en forma de gotas en sus ojos y en la cara apareció el recuerdo que venía acunando desde casi toda la vida. Me impresionó su emoción contenida por la dignidad. La cola del pan discurría tan lenta como la panadera atendiendo.
Parecía que el tiempo había detenido sus latidos; la voz de la anciana me rescató.
- Yo tenía diez años y llevaba siempre al cuello el pañuelo que me dio mi papá al despedirnos en Burdeos. Era bastante alta para mis años y tenía el cabello cortado a lo chico. Durante mucho tiempo eché de menos a mis papás y mi casita en Robres se fue borrando en mi memoria sin querer, con sufrimiento que no imagina ,señor – y calló, naufragando por oscuras corrientes pero al poco volvió a tocar tierra y se le dulcificó la voz. – Nos recibieron miles de personas al llegar a Morelia, en la provincia de Michoacán . Eramos chamacos y nos creímos héroes ante tantas banderitas y con la música de las bandas acompañando al roce de los bultos que portábamos. Nos hicieron muchas fotografías y hasta el Presidente Cárdenas nos vino a recibir y nosotros no supimos si reír o llorar mientras otros daban vivas a México y a la Republica Española. Pero cuando todo aquello acabó y fueron pasando los días fue peor porque los más pequeños lloraban a todas horas y los talluditos tuvimos que cuidar de ellos y ser sus mamás o papás. Tiempos duros que fueron cerrando puertas y abriendo nuevas ilusiones.
Ahorita acá estamos . Un Gobierno nos lleva y setenta años después otro Gobierno nos trae para que veamos lo que perdimos antes de morirnos.- le salió el sarcasmo sin ensayo.
Habíamos llegado , a pasitos , sin darnos cuenta, a la puerta de la panadería y la ví entrar dispuesta como una niña de comunión a recibir el pan de sus mayores pero antes se volvió para dedicarme una tierna sonrisa y un encargo – Recuérdenos para siempre, somos los niños de Morelia-
El pan que llevaba bajo el brazo ya estaba frío . No había reparado que la mañanada estaba fresca así que desanduve el camino para llegar hasta el autobús que esperaba en la cuneta con el motor en marcha. Hice un amago de saludo al chofer y a la guía que con gestos impacientes reclamaban a las excursionistas pero me pudo más la curiosidad y les pregunté a donde iban. – A San Juan de la Peña- dijeron con amabilidad.
La chica, la guía, más dispuesta, me contó que este era un viaje organizado por el Ministerio de Asuntos Exteriores y que recorría los lugares más significantes de la región para mostrar a aquellos señores que venían de Mejico, la Historia y la realidad
de España, a la que habían tenido que abandonar por la Guerra Civil. También me dijo que el Estado les había invitado a quedarse en el país, si así lo deseaban, que los había visto nacer y que estos ancianos eran los últimos valientes que se llevarán nuestra memoria.
Fueron llegando los susodichos cada uno con un pan o con tortas de anís o con las dos cosas y las manos blancas de harina pues la panadera ni se los había envuelto. Agradecí a la muchacha su atención y a la señora, con quien crucé nuevamente la mirada, le dediqué un beso con los dedos pero ella se movió a mi lado y me dejó un beso en la mejilla que me hizo temblar como a un chiquillo.- Larga vida –dije conmovido y cuando todos hubieron subido a bordo y cerrado las puertas el mastodonte mecánico, me quedé parado y levanté mi mano para decir adiós.
Por las ventanillas unas caritas de niños viejos me miraron con la nariz pegada al cristal al tiempo que una manitas, como mariposas blancas, se fueron alejando con suaves vuelos de despedida. La distancia, poco a poco, consiguió desdibujar sus ojitos.
Recuperé los pasos de mis hábitos que me condujeron al encuentro con el café con leche que la siempre antigua cafetera de Luis todavía era capaz de bordar. En ese instante el mundo cotidiano me recibió en las caras de los pocos parroquianos que como cada mañana apuraban su primer consumición antes del tajo.
En ese instante, Javier se alejaba en cada pedalada, camino del huerto.
En ese instante, en la forja de Mariano se reanimó la llama para domar al hierro
En ese instante Blas desató a su perro y apuntó con prisa a una torcaz sin suerte.
En ese instante, las manos de Miguel mancharon de cemento seco unos planos.
En ese instante la sirena de la serrería descargó un pitido de advertencia.
En ese instante el tren, recién llegado a la estación, silbó con un hasta luego.
En ese instante una pareja de buitres surcó la sierra sin batir las alas.
También en ese instante, la niña del autobús volvió a pensar en Morelia.
FIN. 10/2003
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Sublime hermoso, digno del mejor de los relatos, gracias por compartirlo
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