miércoles, 2 de marzo de 2011

EL CASTILLO. RELATO

©EL CASTILLO

Iván llegó, esa mañana, con sus padres, al castillo de Loarre. La silueta de la simpar fortaleza le atrajo desde el mismo momento, que desde el coche, en la última curva del ascenso, se les apareció, esbelta y orgullosa, sobre el risco en el que se asentaba. Las historias de caballeros y princesas desfilaron ante sus ojos como si pudiese vivirlas dentro de la fantasía, desbordada como un torrente embravecido.





Llegaron caminando hasta la puerta de acceso, después de haber cruzado la muralla y subido por el caminillo hacia el ábside de la capilla, con la torre del homenaje como referencia y toda la espectacular mole de piedra dándoles la bienvenida a otra época pretérita. Los demás turistas se arremolinaban ante el gran portón, como una riada que crecía y crecía ante el nerviosismo de los guías, que apenas podían hacerse oír entre aquel gentío, ávido de emociones e impacientes por visitar aquel castillo que llevaba ocho siglos esperándoles, pero que una simple película de cine había puesto en primera línea, otra vez, de la atención popular. A la mayoría incluso el Románico les parecía novedoso.


                                                   

Lo cierto es que Iván, aprovechando el atasco humano ante la puerta, en un descuido de sus padres, se coló entre el tapón de piernas, bolsos y cuerpos en ropa de sport y traspasó el umbral, corriendo como un poseso escaleras arriba, no parando hasta llegar a los más alto. El corazón se le desbocada en el pecho, golpeándole las sienes con furia, pero la panorámica que obtuvo le dejó boquiabierto, anclado sobre las losas de piedra de las almenas. Tuvo conciencia, por primera vez, de la grandeza de las cosas cotidianas como sol, el cielo, la tierra. Allá arriba, sobre la Torre del Homenaje, le dieron la sensación que se fundían, que podía tocarlas; incluso le pareció escuchar al viento, hablándole.


                                      

Unos gritos a pulmón abierto ascendieron como ecos por los muros y reconoció las voces desgarradas de sus padres que le llamaban. Un observador más agudo hubiese podido descubrir claros indicios de angustia en esas voces, que rebotaban autoalimentándose por los corredores y patios, pero que en el niño despertaron temores al castigo e inculpación de la propia falta. Bajó corriendo las escalinatas hasta el patio de armas, dispuesto a entregarse, pero la sensación de libertad en su fantasía pre adolescente, o quizá aquel escenario mágico, le impulsó a seguir escapando y en un rincón umbrío, entre los contrafuertes de piedra, le pareció descubrir una pequeña abertura entre dos sillares por la que se coló sin pensárselo dos veces, determinado a no ser encontrado.


Desde el improvisado escondrijo, Iván pudo observar como grupos de personas recorrían el lugar llamándole por su nombre; reconoció entre ellas a la de su madre, cuyo tono pasó de la cólera a la súplica para volver al llanto. La voz del padre era insegura aunque quería parecer firme, pero sonaba temerosa ante aquella desaparición, a la que todavía daba margen para ser travesura. El chico fue consciente de que había montado un buen entuerto, pero la suerte estaba echada; encogiéndose más todavía en la estrecha rendija, se propuso llegar hasta el final, costara lo que costara.



Las horas fueron pasando. Las voces que lo llamaban llevaban tintes de cansancio. El padre le lanzaba avisos nerviosos porque empezaba a desesperar, la madre se hundía en lamentos con vaticinio. El propio chaval estaba cansado y la postura fetal a la que le obligaba la angostura, le estaba pasando factura. No se había dado cuenta, en su precipitación al esconderse, que a la entrada del resquicio, crecía una planta robusta, de hojas grandes y rotundas, ocultando la visión desde fuera, motivo por el que no le habían encontrado todavía. Crecían en la planta unas bolitas negras y brillantes pero teniendo en cuenta el hambre que le roía la tripa, Iván no dudó en llevarse a la boca una de ellas. Su acidez no pudo con la necesidad de comer. Notó el efecto de calmar la sed, de manera que probó algunas más hasta que el sopor lo trasportó al país del sueño. A la vez, la noche tomó posesión de aquel recinto; una luna llena iluminó las estancias y los patios, llegando con sus rayos hasta el que se encontraba el chico.

                                                          

Soñó que salía de su escondite y guiado por esa misma luna, deambuló por el castillo, vacio y misterioso por el efecto del halo de luz plateada, sintiéndose el señor, sin temor de las sombras que le rodeaban, bien a pesar que la penumbra era un denso holograma, blandiendo una imaginaria espada contra posibles enemigos y un casco refulgente. De un par de mandobles, envió al infierno a tantos fantasmas como le acometieron y en su juego imaginó ser el Ricardo Corazón de León.



                                                                  
Volvió a subir por la Torre de la Reina y todo el bastión a sus pies le pareció como en un cuento. La sierra cercana trajo olores de resina. La brisa llegó con algo especial, que llamó su atención y que no era otra cosa que una melodía cantada con voz de mujer, que se ondulaba hacia el cielo. Iván bajó por la escalera entrando en una estancia. Allí vio, sentada junto a la ventana, a una muchacha preciosa y pálida que cantaba. Inmóvil por el susto, Iván permaneció en el centro de la estancia, sin atreverse a decir, o mover, o hacer otra cosa que mirarla. La doncella, de espaldas a él, lucía un pelo rubio, tan largo que le cubría toda la espalda. Se volvió al percatarse de su presencia e Iván pudo ver la cara más blanca que había visto jamás; desde el fondo de unos ojos, profundos como pozos, una mirada de color de lluvia, le vino a pedir auxilio. Ambos se acercaron, él, paso a paso; ella, apenas rozando el suelo. La sonrisa de la joven animó al chico a dejarse de rodeos:





                               

-¿Quién eres tú?-

La aparición no contestó, pero siguió con su canción, tendiéndole la mano.

–Que alegría, mi Señor, poder verte de nuevo- dijo al fin con una voz apenas audible.

- Me llamo Iván- continuó él. -¿Vives aquí, en el castillo?

-¿Venís al fin a buscarme?- Ella no parecía escucharle -No sabéis cuán larga se me ha hecho la espera, mi amor, pero ahora me llevarás de aquí ¿verdad?

Los dos cuerpos se habían acercado tanto que él pudo sentir el aliento de ella, como cristales de escarcha, rondarle por la cara, aunque las miradas no llegaron a encontrarse y el dialogo se escurrió en dos conversaciones. El chico, decidido a que se le entendiera, alzó su mano para coger la de ella pero no la sintió; fue como si pudiera atravesar su piel.

En ese justo momento, unas manos fuertes le zarandearon varias veces, al tiempo que una voz, nada familiar, le decía:

--¡Muchacho, muchacho! ¡Despierta! ¡Despierta!

Con la ayuda de perros, un guardia civil lo encontró, oculto en aquella fisura de la roca, inconsciente. El equipo de rescate se percató de la presencia de la Belladona, adivinando su ingesta por el crío, por lo que le practicaron un lavado de estómago inmediatamente. Como consecuencia, Iván vomitó.

-¡Abre los ojos, chaval! ¿Te encuentras mejor?- le preguntaron.

--No lo sé. ¿Qué me ha pasado?- inquirió él a su vez, con la neblina de los alcaloides flotando en su memoria.

-Te quedaste dormido, mocete, pero no has debido portarte así con tus padres. Nos has hecho pasar mucho miedo a todos- Medio sonrió un agente.

En ese momento llegaron los padres a su lado.

-Papás- un nuevo vómito le interrumpió

-Perdón. ¡Lo siento!-pudo balbucear a duras penas.

-Ya hablaremos otro rato Iván, no te preocupes ahora por nada-- Le dijeron.

Mientras lo llevaban en camilla por el camino de salida y antes de subirlo a la ambulancia, el chico miró hacia la ventana, que allí arriba parecía desierta, pero creyó ver a la niña del pelo dorado asomarse por ella. Estuvo seguro que le decía adiós con las manos y en el instante de que el vehículo se ponía en marcha, escuchó la misma canción triste de su sueño.



Eugenio Mateo.
fotos E.Mateo




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