Escudo de la Villa de Borau |
Para llegar a Borau desde el desvío en la carretera a Somport se tiene que pasar por Aratores, lugar de emotivos recuerdos en casa de mi amigo Julio. La subida al puerto permite ganar perspectiva sobre el Valle del Aragón y aunque el día es grisáceo, se puede ver a Collarada devorada por las nubes que amenazan con desplomarse sobre Villanúa. Coronado el collado, desde el que parte la pista a Las Blancas, la bajada sinuosa desemboca en la Villa de Borau, que porta el título merced a su pasado de muy importante núcleo en el reyno de Aragón. Cobijada por la Sierra de los Angeles y a la orilla del río Lubierre, la villa, antaño importante centro comercial y ganadero, ofrece un aspecto de ganada calma. Hubo malos tiempos en el pasado, cuando la peste en siglo XIV despobló de cuajo estos parajes pirenaicos. Con el devenir, los siglos le han donado de la recia estampa de sus casonas de impenetrables muros de piedra. Borau es un rincón en el que tiempo se mide en los esquilos de las vacas. Poco importa. Las estaciones son los verdaderos relojes. Ahora, aquí, el verde es tan intenso que nos habla de otras selvas lejanas. Es el reloj de la primavera; temporada de setas.
A unos dos kilómetros hacia el norte de Borau, una de las mejores joyas de nuestro románico, San Adrian de Sasave, merece una visita. Allí donde se juntan los dos arroyos, el Cáncil y el Lupán para formar el Lubierre, se levanta la iglesia románica del XI, única edificación que se conserva del Monasterio del mismo nombre, del siglo IX, del que posiblemente existan restos enterrados así como del original templo visigótico. El lugar despide una energía especial que se presenta con la suavidad de una brisa fresca. El originario monasterio fue construido por orden de Galindo Aznarez II, tercer Conde de Aragón. Después de la incorporación del Condado al Reino de Navarra, se estableció como sede del primer obispo de Aragón, Ferriolo. Desde estos muros salieron tres obispos de Huesca y a su muerte sus restos volvieron para reposar aquí, ignotos bajo las gravas de miles de avenidas. Quizá son ellos que guardan el lugar, remoto remanso de fenecido esplendor. Una prueba de que el terreno no es sólido la da el hecho de los cimientos son maderos que se mantienen bajo el agua que se filtra de los arroyos y que consiguieron sepultar casi toda la iglesia hasta que en 1962 se desenterró con un buen estado de conservación. La naturaleza volvió a reclamar lo que era suyo y la Nave estuvo sumergida hasta las obras de drenaje en el 2001. Tuvo que haber una razón muy especial para construir primero el monasterio y después la actual iglesia sobre sus ruinas en un lugar así. Razones sobrenaturales o quizá la presentida carga de la hierofanía. En definitiva, es un lugar sagrado, probablemente la pureza del agua fue invocada por milenarios hechiceros antes de abrazar la cruz.
¡Quien sabe! Se dice que el Santo Grial fue protegido tras sus muros. Se dice que es un vértice del triangulo mágico formado con Peña Oroel y San Juan de la Peña.
iglesia del XI |
signum de Sancho de Larrosa |
fotos Eugenio Mateo
19.03.2012
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